H. ARENDT Y TH. ADORNO: PENSANDO UNA EDUCACIÓN CONTRA LA VIOLENCIA[1]
H. ARENDT AND TH. ADORNO: THINKING AN EDUCATION AGAINST VIOLENCE
Nicolás Patierno
Universidad Nacional de La Plata, CONICET, Argentina
Recibido: 29 de julio de 2021
Aprobado:25 de octubre de 2021
Publicado: 1 de julio de 2022
Cita sugerida: Petierno, N. (2022). H. Arendt y TH. Adorno: pensando una educación contra la violencia. Revista de la Escuela de Ciencias de la Educación. 2(17) 124-139.
RESUMEN
El presente artículo es el resultado de una investigación posdoctoral realizada durante una estadía en la Universidad Federal de Santa Catarina (Brasil), donde, en términos generales, profundicé el estudio de la educación y la violencia en la perspectiva de Theodor Adorno y Hannah Arendt. El objetivo es sistematizar las contribuciones de ambos en lo concerniente a la relevancia de la educación, sobre todo la de nivel escolar, en la lucha contra la violencia, más precisamente, contra el totalitarismo alemán. Una tarea que fue realizada por caminos distintos, aunque persiguiendo el mismo cometido: evitar que se repliquen las condiciones que posibilitaron el surgimiento y la expansión de ese movimiento. Dado que se trata de una revisión sistemática de fuentes filosóficas, opté por una metodología de tipo cualitativa sustentada en la revisión de fuentes primarias y secundarias.
Palabras clave: Educación – Civilización – Violencia – Totalitarismo – Racismo.
ABSTRACT
This article is the result of a postdoctoral research carried out during a stay at the Federal University of Santa Catarina (Brazil), where, in general terms, I deepened the study of education and violence from the perspective of Theodor Adorno and Hannah Arendt. The objective is to systematize the contributions of both regarding the relevance of education, especially at the school level, in the fight against violence, more precisely, against German totalitarianism. A task that was carried out by different paths, although pursuing the same task: to prevent the conditions that made the emergence and expansion of this movement possible from replicating. Given that it is a systematic review of philosophical texts; i opted for a qualitative methodology based on the review of primary and secondary sources.
Keywords: Education – Civilization – Violence – Totalitarianism – Racism.
Aclaraciones previas
Antes de presentar los temas que serán desplegados a lo largo del escrito, en función de la articulación teórica propuesta, considero prudente hacer algunas aclaraciones, fundamentalmente ¿por qué reunir a H. Arendt y T. Adorno? A primera vista puede parecer que la articulación de estos pensadores es controversial, no solo en relación a la problemática planteada, sino también al considerar sus recorridos académicos y, fundamentalmente, sus divergencias personales. Parafraseando a Zamora (2010), es evidente el hecho de que ninguno de los dos tomara en consideración la obra del otro y su negativa al diálogo o a la recepción mutua. Asimismo, es de público conocimiento que Arendt reclamó a Adorno la inhabilitación académica de su primer marido y consideraba insuficiente la difusión de los manuscritos de Walter Benjamín en el Instituto de Investigación Social de Nueva York. Frente a estos reclamos, Adorno se mantuvo indiferente, y, como se dijo, optó por desconsiderar una pensadora –no tan distante– si tenemos en cuenta las preocupaciones de ambos en relación a las contradicciones de la modernidad, las guerras mundiales y las revueltas políticas que marcaron el siglo XX.
Siguiendo con las similitudes, también es posible advertir que ambos nacieron con muy pocos años de diferencia y se vieron influenciados por el clima intelectual de comienzos de siglo XX en la República de Weimar. Los dos tenían antepasados judíos y, de hecho, a raíz de ello tuvieron que exiliarse de la Alemania nazi hacia los Estados Unidos, donde formarían parte del exilio intelectual judío. Allí se consolidaron como observadores sumamente críticos del nacionalsocialismo alemán y de la reconstrucción de la Europa de posguerra. Pero quizás el punto nodal a la hora de comparar su pensamiento es que, en términos de Zamora, “ambos hicieron de la confrontación con la barbarie que se había materializado en medio de la civilización el reto intelectual y vital fundamental que marcaría su existencia y trayectoria” (2010, p.741).
INTRODUCCIÓN
Entre las décadas de 1950 y 1960, los dos pensadores, comprometidos con la reconstrucción de una sociedad duramente marcada por dos guerras mundiales, se adentraron en el campo de la educación, identificando allí un espacio clave en la lucha contra el totalitarismo. Lo acontecido en los campos de concentración socavó para siempre la idea de progreso vinculada a la civilización y al humanismo. De hecho, para explicar la dimensión de las atrocidades cometidas por el nacionalsocialismo alemán y sus efectos en la “evolución” de la modernidad, en Los orígenes del totalitarismo, Arendt sentencia: “el poder del hombre es tan grande que realmente puede ser lo que quiera ser” (1998, p.682). En ese contexto, la educación –especialmente la escolar– no solo representaba un escenario desde el cual se podía reflexionar sobre los efectos nocivos de los regímenes políticos opresores y la sistematización de la violencia; al ser indisociable de la idea de futuro, este ámbito traía consigo la esperanza de un nuevo comienzo. De acuerdo con Sánchez Madrid: “Arendt y Adorno ven en la educación un negocio muy serio, del que debe esperarse no solo un proceso de acumulación, consistente en la asimilación de manuales y compendios, sino de resistencia” (2011, p.81).
Desde perspectivas distintas, Arendt y Adorno dedicaron parte de su obra a esta idea de renovación generacional y, consecuentemente, se encontraron con una serie de problemas disciplinares propios de un sistema educativo moderno que se erige, justamente, sobre el avance de civilización y la confianza en el humanismo. Comprometidos con “la exigencia de que Auschwitz no se repita” (Adorno, 1998, p.79) –y teniendo por delante un contexto geopolítico signado por la Guerra Fría, la proliferación de armas nucleares, el estallido de movimientos independistas y grandes manifestaciones protagonizadas por estudiantes y trabajadores–, los dos pensadores contribuyeron a pensar la educación como un punto de partida desde el cual es posible proyectar un mejor porvenir. Para llevar adelante este cometido, Arendt y Adorno dirigieron sus miradas hacia varios elementos constitutivos de los sistemas educativos modernos, entre los que se destacan: la –controversial– relación entre política y educación, la crisis de la autoridad –y, por consiguiente– del rol adulto, la formación de los educadores y el cuidado de “los nuevos”, entre otros.
Desde el aspecto bibliográfico, se centrará la atención en dos ensayos: La crisis de la educación y Educación después de Auschwitz. El primero, escrito por Hannah Arendt, se trata de un ensayo publicado originalmente en Partisan Review y posteriormente incluido en Between Past and Future (en español, Entre el pasado y el futuro), cuya primera edición se remite al año 1961. El segundo, se trata de la publicación de una conferencia radial emitida en la Radio de Hesse, el 18 de abril de 1966 y posteriormente incluida en Erziehung zur mündigkeit (en español, Educación para la emancipación). El criterio para la selección de estos escritos se centra en la pertinencia y en la mención explícita del ámbito educativo, no obstante, también se considerarán otras obras donde los debates educativos se articulan con otras problemáticas históricas, filosóficas y, sobre todo, políticas.
Dado que se trata de una revisión sistemática de textos filosóficos –con una vigencia sorprendente–, se optó por una metodología de tipo cualitativa sustentada en la revisión de fuentes primarias y secundarias. Con respecto a las últimas, el escrito se sostiene en las producciones de Zamora (2010), Sánchez Madrid (2011) y Ferraz Bueno (2013), autores de artículos científicos que, desde distintos contextos académicos, se animaron a pensar la educación y otros temas afines articulando los aportes de Hannah Arendt y Theodor Adorno.
DESARROLLO
La violencia del totalitarismo alemán
Los métodos llevados a cabo por los nazis para erigir y consolidar el tercer Reich, pusieron de manifiesto la posibilidad de que, bajo el dominio del hombre, “todo es posible” (Arendt, 1998, p.634). En nombre del cuidado de los pueblos germánicos, este movimiento impulsó una serie de sofisticadas medidas raciales, ideológicas y propagandísticas, dirigidas a la creación de un tipo ideal de hombre ario-alemán, un tipo ideal de enemigo y una “solución final” a la tensión construida entre ambos. De esa manera, judíos, polacos, gitanos, homosexuales, comunistas, testigos de Jehová, enfermos mentales y discapacitados estuvieron sometidos a la persecución, el encierro, la tortura y el aniquilamiento por parte de un movimiento político que se apoderó de Alemania y gran parte de Europa entre los años 1933 y 1945.
Desde la perspectiva de Arendt (1996), el totalitarismo llevado a cabo por el nacionalsocialismo alemán representa un sistema de gobierno considerablemente más opresivo que la tiranía o la dictadura (en términos de libertades individuales). Este movimiento –el cual contaba con una policía propia– era capaz de penetrar en lo más profundo de la vida privada, llegando incluso a inmiscuirse en la intimidad de los cuerpos. Las víctimas del nazismo sufrieron la supresión de derechos (como la nacionalidad o incluso la identidad personal), los traslados, el hacinamiento, el desnudo, la manipulación, la tortura, la experimentación, la incertidumbre, en suma, podría decirse que la dominación total desarticula toda individualidad, toda posibilidad de acción, de espontaneidad, transformando a los hombres en uno solo, “Un Hombre de dimensiones gigantescas” (Arendt, 1998, p. 694). Así, el carácter radical del mal asociado al nazismo reside en su capacidad para volver a los hombres especímenes del animal humano, en los que “se han tornado irreconocibles las características singulares de la existencia humana” (Di Pego, 2015, p.216). Por ello, para referirse a los prisioneros de los campos, Arendt utiliza categorías sumamente gráficas, como “moribundos”, “cadáveres vivientes” o “fantasmales marionetas”. Con estos términos, la autora desarrolla la tesis por la que afirma que el totalitarismo alemán no buscaba la rápida eliminación física de los sujetos capturados, previo a su desaparición, estos seres –despojados de cualquier rasgo de humanidad– transitaban por un “entre” la vida y la muerte. La dominación total demostró algo que parecía imposible: eliminar la espontaneidad y la voluntad de los individuos sin necesidad de su eliminación física. Parafraseando a Primo Levi (2005), los internados no temen a la muerte porque están demasiado cansados para comprenderla. La muerte de un prisionero es igual a la de cualquier otro, borrando así la historia personal. En términos de Di Pego: “no hay deseo de vivir ni temor por morir” (2015, p.206).
Adorno también vio en Auschwitz un quiebre que obliga al pensamiento racional a cuestionarse a sí mismo y a cuestionar la historia que posibilitó una experiencia tan injusta y dolorosa. El optimismo moderno, fundado en la razón y en los ideales burgueses, detuvo su marcha en los campos de concentración. Para tratar de explicar la gravedad de lo ocurrido, en Dialéctica negativa, Adorno señala: “con el asesinato administrativo de millones de personas, la muerte se ha convertido en algo que nunca había sido temible de esa forma” (1984, p. 362), y más adelante añade: “desde Auschwitz, temer la muerte significa temer algo peor que la muerte” (p.371). Una calamidad a escala histórico-universal, en la que se exterminó sistemáticamente una porción de la humanidad –simplificando la cuestión a una serie de mecanismos administrativos–, en cierta medida exhibe la gravedad del fracaso de la civilización (Adorno, 1998).
Auschwitz constituye un antes y un después en el avance de la civilización; de hecho, exige un replanteamiento radical en la forma de considerar dicho proceso. Resumidamente, la hipótesis de Adorno consiste en que “la civilización engendra, a su vez, anticivilización” (1998, p.79). Esta paradoja –en consonancia con su idea de dialéctica negativa– pone de manifiesto la contracara de la ilustración, es decir, los ideales de la dominación burguesa tendientes a la igualación de “todos” los seres humanos, condujeron a una negación de la individualidad. Una condición que –de manera radicalizada– fue aprovechada por el nazismo; un sistema político basado en el racismo extremo que no solo creó un arquetipo ideal para la igualación del pueblo alemán, paralelamente también dispuso una serie de medidas específicamente diseñadas para cosificar, deshumanizar y finalmente, exterminar a quienes considerara sus enemigos. La aniquilación sistemática de seres humanos –que podría considerarse como la consumación radical de la negación– no solo exhibe la gravedad de la instrumentalización y la colectivización que marcaron el paso del siglo XX, para el filósofo, la escasez de reflexión sobre lo ocurrido en los campos, también pone de manifiesto los límites del pensamiento moderno occidental. Siguiendo a Zamora (2010):
En ‘Auschwitz’ la realidad desborda toda capacidad de imaginación. La maquinaria de violencia […] tenía como meta la nada, la eliminación incluso del recuerdo del objeto de la aniquilación hecho existir en cierta medida por definición del procedimiento aniquilador mismo (p.251).
Después de Auschwitz, toda elaboración teórica ineludiblemente chocará con la crudeza de la experiencia humana, en este contexto, los argumentos lógicos se revelan inútiles frente al materialismo de la violencia física y frente al “inaguantable dolor” del torturado. En este marco, no es llamativo que Adorno manifieste un rechazo categórico a cualquier intento de justificación, “resulta idiota pensar que después de esta guerra la vida podrá continuar ‘normalmente’ y aún más que la cultura podrá ser ‘restaurada’ como si la restauración de la cultura no fuera ya su negación” (Adorno, 1980, p.82). El pensamiento racional no alcanza para explicar lo ocurrido en los campos de concentración, porque el pensamiento racional se asienta sobre las mismas bases que posibilitaron la eliminación sistemática de millones de personas. Para Bassani y Fernandez Vaz, “Adorno considera, como lo había hecho Freud, que la barbarie está inscrita en el proceso civilizador, no constituyéndose como su opuesto” (2003, p.18). Por ello, para Adorno, insistir en la búsqueda de “razones”, constituiría en sí mismo un acto de aprobación. La fuerte crítica a todo intento por racionalizar lo acontecido en los campos de exterminio es una constante que también se advierte en Educación después de Auschwitz. Allí el filósofo señala: “ante la monstruosidad de lo ocurrido, fundamentarla tendría algo de monstruoso. […] Cualquier posible debate sobre ideales educativos resulta vano e indiferente en comparación con esto: que Auschwitz no se repita” (1998, p.79).
Con algunos recaudos, aquí podemos rastrear cierta continuidad con algunas reflexiones arendtianas plasmadas en Sobre la violencia. Para Arendt, “la violencia ni es bestial ni es irracional” (2006, p.84); asumir que la violencia es una manifestación “instintiva” o “natural”, constituye un intento por “naturalizar” el uso –o, mejor dicho, el monopolio– de la fuerza física. En sus términos: “no creo que necesitásemos conocer los instintos del «territorialismo de grupo» de las hormigas, los peces y los monos; para conocer que el hacinamiento origina irritación y agresividad” (Arendt, 2006, p.79-80). Reconstruyendo su punto de vista, podría decirse que la violencia es una reacción o un impulso producto de la rabia, la injusticia, la opresión o el peligro, y de la imposibilidad de establecer medios verbales para el diálogo y la negociación. Adorno (1998), como dijimos, entiende que la violencia –más precisamente, la llevada a cabo por el nacionalsocialismo alemán–, es la materialización cruda y radicalizada de la clase burguesa dominante. Un sector que, paradójicamente, llegó al poder pregonando el humanismo, la razón y el progreso; condiciones (técnicas e ideológicas) sin los que habría sido imposible concebir los campos de concentración.
Con matices diferentes, me atrevo a confirmar que ambos pensadores se encuentran en, por lo menos, tres puntos a la hora de reflexionar sobre la violencia: en primer lugar, ambos se distancian de cualquier explicación esencialista o determinista, lo que nos conduce directamente al segundo punto y es que la violencia se trata de una problemática social; de hecho, siguiendo las pistas proporcionadas por Arendt y Adorno, es allí donde deberían rastrearse las causas para tratar de entender este fenómeno. Por último –y este posiblemente constituya el punto de encuentro más próximo entre ambos pensadores–, es que, a partir de Auschwitz, la violencia, ha trascendido el plano de los medios para constituirse, ella misma, en un fin.
La “pedagogía” del nazismo y las Hitlerjugend
Haciendo hincapié en la educación y en su potencial transformador, las lecturas de Arendt y Adorno nos permiten reflexionar, en primer lugar, sobre la educación como resistencia a la “violencia totalitaria”, y, en segundo orden, sobre la violencia ínsita en los sistemas educativos modernos. Si bien a primera vista puede parecer que, debido a las particularidades histórico-políticas que posibilitaron el fenómeno totalitario, se trata de dos cuestiones distantes, creo –de manera ensayística– que ambas violencias están conectadas, más precisamente, la segunda no habría sido posible sin los mecanismos “civilizadores” de la primera. La hipótesis podría redactarse de la siguiente manera: la “violencia pedagógica” –a través de técnicas tendientes a la estandarización de conductas y la regulación de los cuerpos–, fue un instrumento de dominación (ya consagrado), que el nacionalsocialismo alemán empleó para la constitución de una sociedad de masas; una condición indispensable para el ascenso y la expansión del totalitarismo. De acuerdo con Zamora: “la tarea educativa ha estado imbricada con el proceso de reproducción de la sociedad y la cultura en la que Auschwitz fue posible. Educar después de esa catástrofe exige una crítica radical de la propia praxis educativa” (2009, p.21).
El ejemplo más radical en la utilización de técnicas pedagógicas –algunas convencionales y otras substancialmente nuevas– para el adoctrinamiento de los jóvenes, posiblemente esté representado en las Hitlerjugend (Juventudes Hitlerianas), un sistema de instrucción creado en 1926 con el objetivo de perpetuar la ideología nazi, nutrir las filas del ejército y defender –con la propia vida– el Tercer Reich (hecho que se efectivizó en la Batalla de Berlín). Si bien esta experiencia inició como una serie de campamentos destinados a los hijos de los miembros del partido nazi, poco a poco se convirtió en un sistema educativo paralelo –y obligatorio desde 1936–, que, en 1940, llegó a contar con ocho millones de jóvenes. A pesar de tratarse de una experiencia específicamente nazi, las Juventudes Hitlerianas empleaban muchas de las técnicas pedagógicas presentes en los sistemas educativos tradicionales: rituales nacionalistas, jerarquización de roles, uniformes específicos, división de grupos y niveles, actividad física, vida al aire libre, entrenamiento militar, adoctrinamiento ideológico, régimen de premios y castigos, en suma, un conjunto de disposiciones tendientes a garantizar el sacrifico y la subordinación al führer. Reflexionando sobre las técnicas pedagógicas empleadas por el nacionalsocialismo alemán, Sánchez Madrid (2011) sostiene:
La escuela debe acabar con la doble jerarquía –con la ambigüedad que atraviesa sus instituciones– que tan bien supo aprovechar el nacionalsocialismo, a saber, la basada en el espíritu, que mide el rendimiento y se expresa en las distintas calificaciones, y la que remite a la fuerza física y a las condiciones del individuo para mandar sobre sí mismo y sobre otros (p.82).
La educación de “los nuevos” y la esperanza de renovación
A modo de diagnóstico general, Adorno advierte que la atención invertida en el ámbito educativo para tratar de comprender la monstruosidad de lo ocurrido en Auschwitz es insuficiente. Este panorama, lejos de tratarse de un asunto menor, “es un síntoma de la pervivencia de la posibilidad de repetición de lo ocurrido” (1998, p.79). Con este aviso, el filósofo no solo exhibe una preocupación compartida otros pensadores de la época, también nos deja entrever qué entiende por educación. Con claros matices kantianos, Adorno entiende la educación como un camino hacia la emancipación, es decir, hacia la reflexión crítica; sobre todo en relación a los procesos de colectivización magnificados en el siglo XX. “Una pedagogía que no reflexione autocríticamente sobre el lugar y la función de la educación en la reproducción [de la industria de la cultura y el entretenimiento], no hará sino contribuir a la perpetuación de la barbarie” (Zamora, 2009, p.21-22).
Frente a la manipulación política de la cultura, el manejo de los medios masivos de comunicación y la propaganda política, Adorno ve en la educación un terreno fértil para extinguir las condiciones que posibilitaron el auge del movimiento totalitario. Así lo explicita en Tabúes sobre la profesión de enseñar:
El pathos (pasión) de la escuela, su seriedad moral, radica hoy en el hecho de que […] ella es la única que puede trabajar de modo inmediato, si toma consciencia de ello, en el sentido de la superación de la barbarie por parte de la humanidad (Adorno, 1998, p.78).
Resumiendo, podría decirse que, para Adorno, la gravedad del Holocausto debe orientar la dirección de la educación en todas sus dimensiones. En este sentido, Sánchez Madrid capta muy bien la esencia de este desafío: “el individuo educado no es quien mejor cumple las órdenes recibidas, vengan de donde vengan, sino quien percibe del modo más nítido y meridiano qué es lo que no está dispuesto a realizar” (2011, p.81). Desde la primera infancia hasta la formación profesional de los educadores, todo debe ser revisado en función de “un clima general llamado a crear un clima espiritual, cultural y social que no permita una repetición” (Adorno, 1998, p.81).
Para Arendt, la educación escolar se ubica en un espacio pre-político diseñado para preservar –infructuosamente– un delicado equilibrio entre la tradición de “los viejos” y la novedad de “los nuevos”. Siendo más específicos, en Reflections on Little Rock Arendt sostiene:
La escuela es el primer lugar fuera del hogar, donde [el niño] establece contacto con el mundo público […]. Este mundo público no es político, sino social, y la escuela es para el niño lo que un empleo es para un adulto (Arendt, 2007, pp. 201-202).
Es preciso recalcar que, en términos arendtianos, la educación no puede prescindir de la intervención del adulto. Su rol en el ámbito educativo se halla ligado a la personificación de dos principios fundamentales: la tradición y la autoridad. Estos son los fundamentos de la transmisión intergeneracional. La autoridad que descansa en el adulto y la tradición de determinado grupo social brindan al joven un espacio de contención, sin el cual, éste se vería arrojado “a su propia suerte”, esto es, desprovisto de los cuidados asociados a la herencia cultural.
El conservadurismo, en el sentido de la conservación, es la esencia de la actividad educativa, cuya tarea siempre es la de mimar y proteger algo: al niño, ante el mundo; al mundo, ante el niño; a lo nuevo, ante lo viejo; a lo viejo, ante lo nuevo (Arendt, 1996, p. 204).
Pasada la segunda mitad del siglo XX, Arendt advierte que los sistemas educativos modernos –sumamente automatizados y burocratizados–, han quedado obsoletos frente a las demandas de una sociedad cambiante a nivel mundial, no solo respecto de los paradigmas de la modernidad basados en un optimismo ciego –las Guerras Mundiales, el ferviente racismo y el consecuente exterminio de una porción de la humanidad pusieron fin a ese optimismo–, sino también respecto de la comunicación, la tecnología y el manejo de la información. La sociedad Occidental contemporánea, obsesionada por el consumo y la reproducción de la vida biológica, ha desatendido sistemáticamente su historia. Ampliando, la autoridad que tradicionalmente descansó en el rol del adulto, se halla marcada por este declive en la valoración del pasado; podría decirse que este es uno de los ejes que recorre la compilación titulada Entre el pasado y el futuro. Siguiendo esta línea, sería muy difícil, a partir de la segunda mitad del siglo XX, confiar en el rol del adulto –y por añadidura en el rol del educador–, como aquel portavoz de un pasado donde podría hallarse la sabiduría necesaria para afrontar los desafíos presentes y futuros.
El problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición (Arendt, 1996, p. 207).
Llegados a este punto, considero que ambos pensadores se encuentran nuevamente en, por lo menos, dos problemáticas educativas que podrían esquematizarse bajo la figura de una encrucijada. La primera cuestión se centra en el potencial transformador de la educación, más exactamente, en el aprovechamiento de este recurso para evitar las condiciones que posibilitaron la barbarie. En resumen, Arendt y Adorno presuponen que, si las nuevas generaciones son educadas sobre la base de un pensamiento crítico –o una capacidad reflexiva que posibilite distinguir el bien del mal– en el futuro, estas serán capaces de identificar –y resistir– cualquier intento de dominación basado en el uso sistemático de la violencia. Ahora bien, adentrándonos en la segunda cuestión, los dos pensadores asumen que los sistemas educativos modernos se encuentran, hacia mediados del siglo XX, afectados por una situación de crisis.
Entre la conservación y la transformación
En La crisis de la educación, Arendt (1996) considera que este estado es producto de tres factores: la influencia de la psicología en la formación de los maestros, la exacerbación de un pragmatismo –que podría resumirse bajo el lema “saber hacer” y que se conecta perfectamente con su análisis sobre la automatización del trabajo en la Época Moderna– y, quizás la causa más grave, el desdibujamiento del rol del adulto; situación que influye directamente sobre la autoridad de los educadores. Adorno (1998), por su parte, si bien no hace énfasis en la noción de crisis en los mismos términos de Arendt, también identifica una serie de elementos que deberían replantearse hacia el interior de los sistemas educativos. Si bien enumera algunos en Educación después de Auschwitz (sobre todo en relación a la lucha anti fascismo), es en Tabúes sobre la profesión de enseñar, dónde el filósofo desarrolla lo que podríamos resumir como una crisis en la profesión de maestro.
Adorno (1998) advierte que muchos candidatos a docentes, y también los propios alumnos, se encuentran influenciados por una serie de representaciones inconscientes –a las que denomina tabúes–, las cuales históricamente afectaron, de manera negativa, la profesión de enseñar. Algunos ejemplos de estas representaciones –las cuales, en cierta medida, considero vigentes– se advierten, sobre todo, en el menosprecio económico (si comparamos los ingresos de un maestro en relación a otras profesiones académicas, o, incluso, dentro la docencia, al comparar la remuneración de un docente escolar y un catedrático de universidad). En sus propias palabras: “la imagen del maestro como alguien entregado a una profesión de hambre persiste más tenazmente de lo que autorizaría la realidad” (Adorno, 1998, pp.65-66). Siguiendo con este diagnóstico, el filósofo también cita el uso de expresiones despectivas como paukei (en alemán, “el que toca el bombo”); steisstrommiet (en alemán, “tamborilero de nalgas”) y schoolmarm (en inglés, “maestras solteronas y amargadas”).
Si bien Adorno aclara en varias oportunidades que estas observaciones no son resultados concluyentes de una investigación empírica, se anima a desplegar algunas hipótesis en las que intenta dilucidar las causas de la desvalorización histórica de la profesión de enseñante. En sus propios términos: “el maestro es, en el sentido de este imaginario, un heredero del escriba, del escribiente. Su menosprecio tiene […] raíces feudales y lo encontramos documentado desde la Edad Media y del primer Renacimiento” (1998, p. 67). Ampliando, a partir de una serie de representaciones materializadas en la desvalorización de la profesión, Adorno reflexiona sobre los límites del poder del maestro, ya que, de acuerdo a los imaginarios colectivos, “no es capaz de hacer otra cosa que encerrar, a lo sumo, una tarde a sus víctimas, unos pobres niños” (p.69). Lejos de acotarse a una imagen irrelevante, esta representación, resumida –y ridiculizada– en la frase “tirano de escuela”, constituye una seria desventaja en relación a otras profesiones, ya que, siguiendo con los tabúes, al tratar con niños, comúnmente se considera que el trabajo del enseñante, “se trata más bien de un trabajo pedagogizado” (p.69). Por otra parte, y de manera paradojal, el maestro debe arreglárselas para responder a una fuerte demanda social, que, por cierto, prácticamente no se replica en otras carreras: personificar el super-yo, o, en otras palabras, encarnar el ideal de hombre moderno y servir de ejemplo para las generaciones más jóvenes.
Ampliando la lectura, aunque Adorno no lo formule exactamente así, a partir del diagnóstico que él hace sobre el escaso valor simbólico y material de la profesión docente en general, cabría preguntarse si, acaso, las demandas que recaen sobre esta carrera no son demasiado altas para una remuneración exigua y un reconocimiento social limitado. Volviendo sobre el esquema de la encrucijada, deberíamos preguntarnos si es posible “evitar la barbarie” con una institución endeble, o, en otras palabras, si es posible luchar contra el fascismo desde la primera infancia sin antes reivindicar a los maestros como verdaderos profesionales de la educación. Pese a los tabúes que deben afrontar los educadores, lo cierto es que, para Adorno, la meta educativa de mediados de siglo XX debería ser incuestionable:
La superación de la barbarie por parte de la humanidad es el presupuesto inmediato de su supervivencia. A él debe servir la escuela, por limitados que sean su ámbito y sus posibilidades, y para ello necesita liberarse de los tabúes bajo cuya presión se reproduce hoy la barbarie (1998, p. 78).
Arendt (1996) también advierte algunas dificultades entre los educadores de nivel medio del sistema educativo de Estados Unidos, sobre todo a finales de la década de 1950. Si bien las causas fueron enumeradas más arriba, quisiera detenerme en la crisis de autoridad de los maestros, ya que, sin desatender las distancias geográficas y personales, considero que el análisis de la filósofa y politóloga, no dista mucho del diagnóstico realizado por Adorno. Retomando algunos de los conceptos antes mencionados, para Arendt, la autoridad que recae sobre el maestro se basa en el reconocimiento de la potencialidad de crecimiento que esa relación ofrece, sobre todo, para el estudiante. Siguiendo a Di Pego: “la educación se sustenta en la autoridad de una tradición que exige ser preservada y como toda autoridad, supone relaciones asimétricas” (2016, pp. 945-948). Ahora bien, cuando esto no sucede, cuando los alumnos creen que un profesor no domina un saber ni los medios para transmitirlo, la autoridad del enseñante se diluye a causa del descreimiento y la desconfianza. Recordemos que, para Arendt: “el mayor enemigo de la autoridad es […] el desprecio y el más seguro medio de minarla es la risa” (2006, p. 62).
Como se dijo anteriormente, la politóloga destaca que, desde mediados del siglo XX, no solo el rol del maestro se encuentra en crisis, sino también el del adulto en general. Una de las principales consecuencias de esta crisis es la desatención y desprotección de las nuevas generaciones. Al respecto, Ferraz Bueno sostiene: “toda educación digna de ese nombre asume una tarea esencialmente conservadora, que se ve obstaculizada o simplemente impedida precisamente por el estado de crisis de tradición y autoridad” (2013, p. 302). Siguiendo este diagnóstico, Arendt no cree que la autonomía de los niños represente siempre un beneficio, sino que, por el contrario, considera que esta condición implica algunos riesgos. En pocas palabras, el riesgo estaría asociado a una exposición forzada y “sin recursos” al mundo adulto. En sus términos: “la autoridad que dice a cada niño qué tiene que hacer y qué no tiene que hacer está dentro del propio grupo infantil y […] esto produce una situación en la que el adulto, como individuo, está inerme ante el niño” (Arendt, 1996, pp. 192-193). Bajo la dominación del adulto, el joven se hallaba en una relación de inferioridad y debía obedecer –o rebelarse– frente a una figura individual, jerárquicamente superior y con claras ventajas físicas y simbólicas. La fortaleza del padre, del maestro o de cualquier adulto históricamente estuvo asentada sobre un consenso generalizado, sobre un acuerdo tácito de dominio.
Bajo el dominio del grupo, de la mayoría absoluta, en cambio, el joven debe enfrentarse a los de su propia clase; debe entablar una lucha contra un bloque que se organiza en torno a sus propios códigos, que es solidario entre sus miembros y que excluye a quienes se hallan fuera de su unidad. “Dentro del grupo, […] el niño está mucho peor que antes, porque la autoridad de un grupo […] es mucho más fuerte y más tiránica de lo que pueda ser la más severa de las autoridades individuales” (Arendt, 1996, p.193). Al liberarse de la dominación del adulto, entonces, el joven queda sujeto a la dominación del grupo; las reglas que imperan en esta lógica responden a un orden tiránico, esto es, a la hegemonía de un líder o una minoría dominante en lo que respecta a la toma de decisiones. Articulando el análisis de los dos pensadores, Ferraz Bueno (2013) sostiene:
La vulnerabilidad de los niños a la autoridad de los colectivos, definida por Arendt como el aspecto más grave de la crisis en la educación, puede traducirse en el pensamiento adorniano como un marco ciego dentro de los colectivos, característica esencial de las motivaciones psicológicas inherentes al fascismo (p. 304).
Siguiendo esta línea, y, tomándome algunas libertades interpretativas, considero pertinente citar un relato de Adorno incluido en Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, más precisamente, el ensayo titulado El mal compañero. Allí, redactando en tercera persona y empatizando con la víctima, el filósofo rememora el maltrato y la violencia que un grupo de compañeros de bachillerato ejerció sobre un solitario alumno judío. En sus propios términos:
Los cinco patriotas que se abalanzaron sobre un compañero solo y lo apalearon, y cuando se quejó al profesor acusaron de chivato, ¿no son los mismos que torturaron a los prisioneros para desmentir a los extranjeros, que hablaban de que aquéllos eran torturados? Su vocerío no tenía fin cuando el primero de la clase fallaba ¿no eran los mismos que, entre sorprendidos y sarcásticos, rodearon al judío retenido para mofarse de él cuando, con poca habilidad, intentó ahorcarse” (Adorno, 2001, pp. 193-194).
Teniendo en cuenta que el libro citado se compone de una serie de ensayos escritos en el “más estrecho ámbito de lo privado” (Adorno, 2001, p.12) y que en el subtítulo hace referencia a una “vida dañada”, no sería descabellado suponer que el estudiante del relato podría haberse tratado del mismo Adorno o quizás de alguien del mismo origen social. No debemos olvidar que, los últimos años de escolarización del filósofo, coincidieron con el ascenso del nacionalsocialismo alemán, y, por añadidura, con un creciente antisemitismo.
Al parecer, el hostigamiento sufrido por el entonces joven judío, permaneció en la memoria de Adorno como un recuerdo sumamente traumático. Esto se evidencia en las frases y adjetivos que utiliza para describir a sus compañeros de colegio, a quienes, sintéticamente, describe como fascistas, patriotas, legitimistas de la ilegitimidad, ignorantes, secuaces, rebeldes e hipócritas, en suma, cualidades que le cabrían a un nazi modelo. De hecho, hacia el final del relato –en lo que podría considerarse como el testimonio de una víctima–, Adorno compara estos recuerdos con una pesadilla, aunque, desafortunadamente para él, a diferencia de los sueños, estos temores si se convirtieron en realidad. Debido sus a antepasados judíos y a su pensamiento crítico, el filósofo padeció en primera persona la persecución, la censura y el exilio. En sus propios términos:
Desde que surgieron de
entre los sueños como funcionarios y candidatos de la muerte ya visibles y me
desposeyeron de mi vida pasada y de mi
lengua, no necesito ya soñar con ellos. En el fascismo la pesadilla
de la niñez ha vuelto a sí (Adorno, 2001, p. 194).
Recapitulando, Arendt y Adorno consideran que los sistemas educativos modernos se hallan, hacia mediados del siglo XX, en lo que me animo a graficar como una encrucijada. Por un lado, representan el lugar ideal para la transformación de las nuevas generaciones, condición necesaria para evitar que una catástrofe como el Holocausto vuelva a ocurrir. Por otra parte, ambos coinciden en que el mismo sistema, sobre todo, a nivel escolar, se encuentra afectado por una profunda crisis causada por una serie de factores histórico-políticos. La politóloga centra la atención en el declive de la autoridad de los adultos y, consecuentemente, en el ascenso de una sociedad puramente juvenil regida por la ley del más fuerte (Arendt, 1996). Adorno, por su parte, analiza las prioridades curriculares de la época y la desvalorización simbólica y material de la profesión del maestro; además, advierte sobre la imperiosa necesidad de luchar contra la barbarie desde la primera infancia (Adorno, 1998). Pese a que los dos pensadores hacen énfasis en lo que, a primera vista, pueden parecer temas distintos, ambos se encuentran en varios puntos ya referenciados. Teniendo en cuenta el objetivo del artículo, considero que –aunque los autores no se lo hayan propuesto–, el ensayo de Adorno (2001) titulado El mal compañero, constituye uno de los principales puntos de encuentro, ya que, en este breve relato es posible identificar varias de las principales problemáticas tratadas por estos pensadores: la expansión del totalitarismo, el antisemitismo, la discriminación, la violencia “clánica” de determinados grupos juveniles, la desatención de los adultos y la desautorización de los maestros, son solo algunos de los debates que pueden desplegarse a partir de una lectura analítica. Mientras que, como autor del ensayo, Adorno se posiciona en lo que podríamos categorizar como la mirada del alumno, es decir, un estudiante de origen judío víctima de xenofobia y de agresiones físicas, Arendt analiza la posición los adultos, más precisamente, el desdibujamiento de la responsabilidad generacional que históricamente estuvo asociada a este rol. Por último, cabe añadir que, al analizar este relato en línea con el pensamiento de los autores seleccionados, podemos acceder a una mirada integral de un asunto que perdura hasta nuestros días: la violencia en contextos escolares (una problemática que, con otros matices, hoy se ha popularizado como bullying).
CONCLUSIÓN
El artículo fue realizado con la intención de sistematizar y revelar la riqueza y profundidad del pensamiento de Arendt y Adorno en lo concerniente a lo que podríamos resumir como la lucha contra la barbarie en el ámbito educativo. A pesar de las diferencias personales, ambos conciben a la educación, sobre todo la de nivel escolar, como un espacio oportuno para reflexionar sobre lo ocurrido en el Tercer Reich. Más precisamente, y, parafraseando a Sánchez Madrid (2011), la escuela representa una resistencia contra las condiciones que posibilitaron el origen y la expansión del totalitarismo. En los ensayos y conferencias que han dedicado a esta cuestión, los dos pensadores ubican la escuela en un lugar primordial en la socialización de niños y jóvenes, ya que ambos recalcan su relevancia en el pasaje de lo privado a lo público. Claro que este proceso no se encuentra exento de dificultades: autoridad, enseñanza, formación profesional, responsabilidad, tensión intergeneracional, constituyen algunas de las problemáticas más recurrentes.
Siguiendo esta línea, considero que las contribuciones de estos pensadores pueden servirnos, por estos días, para consolidar el lugar de la escuela en la socialización de “los nuevos”, como los nombra Arendt. Cada vez que la escuela, y, más aún, la de gestión pública, se convierte en el foco de fuertes críticas por parte de sectores que, en definitiva, anhelan su desaparición, corremos el riesgo de perder uno de los pocos espacios en los que aún se promueve el encuentro y el intercambio con otros. En un mundo que, parafraseando a Arendt (2014), tiende a recluirse sobre la esfera privada naturalizando el individualismo y el aislamiento, la escuela representa un enclave fundamental para contrarrestar los efectos nocivos de esta tendencia a la polarización social.
Pese a los obstáculos a los que debemos enfrentarnos los educadores de hoy –algunos de los cuales perduran desde los tiempos en que Adorno (1998) habló de una profesión duramente desvalorizada y vinculada al hambre–, la educación escolar persiste como un lugar propicio para cultivar la no-violencia. Si bien las condiciones socio-históricas que posibilitaron el totalitarismo cambiaron sustancialmente, sin ser alarmistas, resulta innegable el hecho que actualmente nos encontramos atravesados por numerosas problemáticas globales que se manifiestan en diversos tipos violencia. En medios de comunicación y redes sociales, es recurrente ver manifestaciones singulares o colectivas de agrupaciones afines a la ultraderecha, abusos de la fuerza pública, persecuciones políticas y conflictos derivados de una crisis económica internacional, causada por una pandemia que reveló la fragilidad de un sistema económico erigido sobre la desigualdad y el individualismo.
Centrando la atención en lo que podríamos categorizar apresuradamente como las manifestaciones y los debates actuales sobre violencia, Butler señala que hoy asistimos a “un mundo donde la violencia se justifica cada vez más en nombre de la seguridad, el nacionalismo y el neofascismo” (2020, p.81). Siguiendo brevemente su recorrido conceptual, estas son expresiones, que, a diferencia de las grandes guerras, de los regímenes dictatoriales y de las revoluciones armadas –dónde el victimario estaba claramente identificado por el uso explícito de la fuerza–, según Butler, la violencia de estos tiempos “no siempre toma la forma de un golpe” (p.81). En su libro recientemente publicado, La fuerza de la no violencia, esta filósofa –quien, a su vez, retoma a Arendt en varias oportunidades para delimitar qué entiende por violencia–, hace una revisión de los fundamentos y de las manifestaciones más recurrentes de un movimiento socio-político contemporáneo y global tendiente al reconocimiento de las diversidades y el cuidado de la vida. Entre los argumentos desplegados en la obra señalada, Butler enumera algunos acontecimientos y expresiones que marcaron la historia reciente de Occidente como ejemplos representativos de la lucha contra la violencia institucional y contra la impunidad de los responsables. Para ser más exactos, hace referencia a Women in Black, a Las Abuelas de Plaza de Mayo y a los familiares de los cuarenta y tres de Ayotzinapa y afirma: “la protesta pesarosa reclama que esa vida perdida no debería haberse perdido, que es duelable y que debería haberse considerado como tal mucho antes de que se le hiciera cualquier daño” (2020, p.93). Marcando la agenda de los debates actuales sobre la violencia, la diversidad de género y los derechos humanos, la obra de Butler puede ayudarnos a identificar no solo cuáles son las fuerzas que actualmente emplean la violencia de modo más o menos directo. Desde una mirada socio-educativa, alineada con un posicionamiento ético y político tendiente a reforzar el mensaje de la no violencia, esta obra también puede servirnos para esbozar los alcances de un proyecto pedagógico afín.
Articulando esta brevísima revisión de la actualidad con el eje central del artículo, está claro que el reconocimiento de la violencia y su rechazo, se trata de un desafío al que la escuela puede contribuir como ninguna otra institución. Dentro del aula, el trabajo activo por la memoria ocupa un papel central, puesto que el “no olvido” de la historia reciente se articula con la posibilidad de habitar un presente y proyectar un futuro en el que la violencia sea condenada. A pesar de las décadas transcurridas, las contribuciones de Adorno y Arendt pueden servirnos para no perder de vista que –aún con sus contradicciones–, el acceso al espacio público que representa la escuela constituye una oportunidad para sostener la memoria y repeler las fuerzas que se benefician del caos y el terror. Llegados a este punto, me animo a afirmar que los pensadores en cuestión nos han brindado herramientas suficientes para defender un proyecto educativo tendiente a la reflexión y el rechazo a la violencia. Mirando hacia adelante, el presente artículo constituye un intento por abonar esa meta y fortalecer los argumentos de lo que, ambiciosamente, podemos categorizar como “la enseñanza de la no violencia”.
REFERENCIAS
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Adorno, T. (2001). Minima moralia. Reflexiones desde la vida dañada. Taurus.
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[1] En términos económicos, la realización de este artículo contó con un Subsidio para Viajes otorgado por la Universidad Nacional de La Plata (Argentina). Por otra parte, en la universidad de destino (Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil), conté con la ayuda del Dr. Alexandre Fernandez Vaz, quien ofició de tutor durante la realización de una estadía postdoctoral (en el marco del Programa de Pós Graduação Interdisciplinar em Ciências Humanas). La idea central del escrito fue tomando forma a lo largo de varias reuniones y debates en el Núcleo de Estudos e Pesquisas Educação e Sociedade Contemporânea. En este sentido, quisiera aprovechar para agradecer a Alexandre, no solo por sus recomendaciones en relación al presente escrito, sino también por la ayuda brindada para sobrellevar las dificultades surgidas por las restricciones internacionales a causa de la pandemia por covid-19.