Aproximaciones al espacio escolar:

un análisis Del edificio escolar como dispositivo de convivencia[1]

 

Amelia Soledad Roldan[2]

Universidad Nacional de Comahue, CONICET, Argentina

soleroldan@yahoo.com.ar

 

Lucila da Silva[3]  ⃰ ⃰

Universidad Nacional de Comahue, CONICET, Argentina

mluciladasilva@gmail.com

 

Recibido: 20/08/2020 - Aceptado: 4/11/2020

Resumen

En el marco de una investigación sobre “dispositivos de convivencia” realizada en escuelas secundarias, el presente artículo propone estudiar el rol que desempeñan el edificio escolar y su emplazamiento en la trama de relaciones que componen aquello definido como “convivencia escolar”. Se describe la estrategia diseñada para abordar estas intersecciones: aspectos del contexto conceptual construido, las principales decisiones metodológicas y algunas líneas de análisis. El foco está puesto en mostrar el modo en que la materialidad de estos edificios incide en la producción del orden escolar, al tiempo que es producida por el mismo.

          El análisis se presenta en tres dimensiones: La emergencia de “la mudanza” como significante de ciertos conflictos, la producción de espacios “seguros” en prácticas que articulan circuitos y lugares singulares del edificio escolar; y la producción del “prestigio” ligado al nuevo edificio, como productor de fronteras escolares. La hipótesis que subyace a este trabajo señala que cualquier aproximación al espacio escolar implica mostrar cómo ciertas matrices discursivas se actualizan en prácticas espaciales específicas.

 

Palabras clave: Edificio escolar - Convivencia - Espacio - Fronteras - Escuela secundaria.

 

 

 

APPROACHES TO THE SCHOOL SPACE: AN ANALYSIS OF THE BUILDING AS A SCHOOL LIFE DISPOSITIF

Abstract

Within the framework of an investigation on "coexistence dispositifs” carried out in secondary schools, this article intends to study the role played by the school building and its location in the network of relationships that make up what is defined as "school coexistence".

The strategy designed to address these intersections is described throughout the paper: aspects of the conceptual context constructed, the main methodological decisions and some lines of analysis. The focus is on showing the way in which the materiality of these buildings affects the production of the school order, at the same time that it is produced by it.

The analysis is presented in three dimensions: The emergence of “the move” as a signifier of certain conflicts, the production of “safe” spaces in practices that articulate circuits and singular places of the school building; and the production of the “prestige” linked to the new building, as a producer of school borders.

The hypothesis underlying this work indicates that any approach to the school space implies showing how certain discursive matrices are updated in specific spatial practices.

 

Keywords: School building - Coexistence - Space - Borders - Secondary school.

 

Introducción

En un proyecto de investigación actual, hemos observado que ciertos elementos que componen el espacio escolar poseen una relevancia singular. Concretamente, el edificio y su emplazamiento son presentados durante las entrevistas como aspectos fundamentales en la trama de relaciones que componen aquello que en otras oportunidades hemos definido como “convivencia escolar” (Roldán, 2011; 2015). A raíz de estos hallazgos, decidimos construir una estrategia que nos permita abordar las intersecciones entre espacio escolar y convivencia como fenómenos específicos, que no pueden reducirse a otros aspectos indagados con anterioridad (tales como la producción de normas o la participación estudiantil). El objetivo del presente artículo es compartir esa estrategia, haciendo foco en el modo en que la materialidad de los edificios escolares incide en la producción del orden escolar y, al mismo tiempo, es producida por éste.

Las indagaciones acerca del espacio escolar en el campo educativo poseen una amplia trayectoria. Podemos reconocer en ella diferentes abordajes teóricos y analíticos que aportan definiciones variadas y enfatizan distintas dimensiones. En el marco de estas tradiciones, nuestro estudio se interesa principalmente en la dimensión material del espacio escolar, buscando en última instancia proponer hipótesis acerca de su participación en los procesos de producción de la forma concreta de escuela (Simons y Masschelein, 2014).  Partimos de considerar que las relaciones entre materialidad y propuestas pedagógicas no son nunca de determinación, ni son las únicas que definen el orden escolar. Por el contrario, entendemos que la tarea de investigación debe estar dirigida a identificar yuxtaposiciones, intersecciones y disputas entre estas dimensiones, mostrando que no existe acoplamiento pleno entre las mismas, aunque tampoco plena autonomía. Por otro lado, nos interesa integrar dos vectores de la convivencia escolar que han recorrido de modo transversal el análisis que desarrollamos: la tramitación de conflictos y los procesos de definición y mantenimiento de las fronteras escolares. Entendemos que el análisis cruzado de estas dimensiones nos permitirá explorar el modo en que el espacio escolar produce particulares dinámicas de inclusión y exclusión. En ese sentido, el abordaje empírico del edificio de la escuela en tanto dispositivo2[4] de convivencia es lo que reviste de especificidad e interés a este estudio.

El artículo está organizado en dos partes: En el primer apartado, mencionaremos algunas definiciones de “espacio escolar”, así como las discusiones en las que se insertan. Allí nos detendremos en consideraciones respecto del espacio como dispositivo de convivencia. Abordaremos también algunas decisiones teórico-metodológicas que orientaron la construcción de la evidencia empírica. En el segundo apartado desplegaremos el análisis en tres dimensiones: La emergencia de “la mudanza” como significante de ciertos conflictos, la producción de espacios “seguros” en prácticas que articulan circuitos y lugares singulares del edificio escolar; y la producción del “prestigio” ligado al nuevo edificio, como productor de fronteras escolares.

La hipótesis que subyace a este trabajo señala que cualquier aproximación al espacio escolar implica mostrar cómo ciertas matrices discursivas se actualizan en prácticas espaciales específicas.

 

Contexto conceptual

Sobre el espacio

Sin pretender construir una argumentación exhaustiva, pueden introducirse una serie de consideraciones iniciales partiendo de las discusiones alrededor de las nociones de “espacio” y “lugar”. Aunque aquí se utilizarán indistintamente, esclarecer las relaciones existentes entre estos conceptos puede resultar útil para dar cuenta de uno de los principales puntos de los altercados en el seno de lo que se conoce como “giro espacial”. Una tendencia fuerte ha sido la crítica a aquellas lecturas que definen al espacio en términos cartesiano-newtonianos, es decir como una superficie física mensurable (Malpas, 1998); y a los lugares como las apropiaciones o representaciones (subjetivas, sociales) que hacen las personas de éste. Aunque con matices muy significativos, el punto común en estas críticas podría simplificarse señalando que se desestima la visión de un espacio natural absoluto, para plantear que también esta dimensión de la realidad es un producto social. Como consecuencia, se propone la necesidad de reposicionar el concepto de “lugar” —más ligado a la experiencia— como una vía para analizar lo que ahora se entiende que son formas distintas, siempre situadas, de espacialidad (Massey, 2005).

Ahora bien, una vez desplazada de su acepción naturalista, ¿cómo debe entenderse la espacialidad? La respuesta más ensayada sugiere que el espacio debe pensarse como una abstracción que no llega a ser un completo formalismo, ya que es producto de experiencias concretas: de la historicidad de los lugares y del mismo pensamiento acerca de esa espacialidad. Desde aquí pueden comprenderse mejores afirmaciones como la de Massey (2005) acerca de que el espacio “se constituye a través de interacciones, desde lo inmenso de lo global, hasta lo ínfimo de la intimidad” (Massey, 2005, p. 104). Efectivamente, la existencia de “espacios” vinculados, por ejemplo, a lo “íntimo” descarta las pretensiones de definir la espacialidad únicamente en referencia con formas materiales (como por ejemplo edificios), o en relación con límites claramente identificables. En esta misma dirección, Malpas (1998) menciona que la visión del espacio en la Grecia clásica no poseía un lugar autónomo, sino que se solapaba con lo que hoy entendemos por “lugar”. En un trabajo de mayor escala, Casey (1996) afirma que en la concepción griega era imposible comprender el espacio como una abstracción, es decir, separada de aquellos elementos concretos que dicho espacio contenía. El punto central aquí es reforzar la idea acuñada en la década del 60 por Lefebvre (2003), de una espacialidad que debe ser analizada recurriendo a términos abstractos, pero que es inseparable de su inscripción histórica particular.

Esta visión —al mismo tiempo abstracta y situada— de la espacialidad es lo que de alguna forma lleva a Casey (2001) a afirmar que el espacio es “una dimensión de la realidad” y a Massey (2005) a definirlo en uno de sus textos como “la esfera de la posibilidad de la existencia de la multiplicidad” (Casey, 2011, p. 105). En ese sentido, tal como afirma Malpas (1998), estas propuestas parecen acercarse más al “espacio lógico” de Wittgenstein que al espacio asociado a un ambiente físico que indican las investigaciones empíricas:

 

El espacio es el producto del hecho de la existencia de más de una cosa al mismo tiempo, es la dimensión de la pluralidad. Si no hubiese espacio no podría existir más de una cosa.  […] Lo que esto significa […] es que el espacio es la dimensión de lo social (Massey, 2005, p. 331).

 

Sin desconocer el inmenso valor que estas propuestas implican para las luchas políticas por el territorio y las formas alternizadas de espacialidad, es inevitable preguntarnos si es posible sostener, junto a Massey, tal identidad entre espacio y sociedad. Este punto puede pensarse a la luz de una valiosa intervención de Bruno Latour (2008) quien se interroga en qué medida es posible sostener, sin ambages, la existencia de tal cosa como “lo social”. Dejando planteados estos interrogantes, aquí nos interesa introducir algunas preguntas de investigación. Fundamentalmente, si el espacio es entendido al mismo tiempo como producto y condición de la multiplicidad de lo social, ¿qué caracterizaría un análisis de la dimensión espacial? ¿Cómo sería posible identificar en los lugares (como veremos, también llamados “espacios”) aquello que, dentro de lo social, es específicamente espacial?

A fin de intentar establecer distinciones que eviten la disolución de todos los elementos en conceptos sociales o culturales, podemos comenzar definiendo al espacio escolar como una unidad identificable (“la escuela”) considerada en referencia a un conjunto material específico o a la imagen de un conjunto material específico, y entendida como superficie de una multiplicidad de prácticas: sociales, pedagógicas, didácticas, etc. Esta idea puede ser mejor entendida a partir de una cita de Escolano Benito, cuando declara que la escuela “define el espacio en que se lleva a cabo la educación formal y constituye un referente pragmático que es utilizado como realidad o como símbolo en diversos aspectos del desarrollo curricular” (Escolano Benito, 1993, p. 112).

Los espacios, los lugares, pueden ser pensados como “campos de fuerzas materiales y sociales” (Viñao Frago, 2008, p. 17), poseedores de una cierta identidad que los erige como unidades específicas. Este autor sugiere que, al igual que la actividad escolar, el espacio escolar ha tendido a configurarse desde la modernidad “como un espacio estable”. A pesar de eso, se trata de una estabilidad relativa, ya que este proceso de definición es, como señala Doreen Massey (2005), un proceso relacional e inacabado. Esto significa por un lado, que la identidad de la forma-escuela se ha definido en relación con otros espacios. Y, por otro lado, que esta misma identidad se encuentra en un proceso de redefinición permanente.

 

 

 

Sobre el edificio como “pedagogía silenciosa”

Quizás uno de los interrogantes más presentes ha estado dirigido a saber en qué medida el saber pedagógico (Narodowski, 1994) interviene en la definición de los edificios de escuela; y por otro lado qué grado de influencia han tenido estas construcciones en la conformación del orden escolar. En ese sentido, consideramos que cualquier análisis debe partir de dos recaudos teórico-metodológicos. Primero, subrayar que en la definición del orden escolar intervienen dinámicas que son informadas por saberes institucionalizados, como los campos disciplinares, pero no son idénticas a ellos. Como consecuencia, no hay una determinación del “orden escolar” por parte del saber pedagógico; ni del “orden material” por parte de la Arquitectura. Existe un hiato insoslayable entre las prescripciones de los campos del saber y las prácticas que los actualizan, que en cierta medida reedita los viejos debates agencia-estructura.

Por otro lado, si bien continúa siendo válido interrogarse acerca de la influencia que ha tenido el saber de la Arquitectura, la Medicina o la Pedagogía en la definición del espacio-edificio escolar, no debe perderse de vista que, en ningún caso esa influencia ha sido determinante a priori. Dado que se trata de productos históricos, su influencia relativa ha mutado; estando esas mutaciones también siempre atravesadas por diversas relaciones de fuerzas y saberes (Deleuze, 2013). En relación con esto, Martínez Boom (2012) sugiere que para considerar la edificación escolar es necesario considerar tres órdenes de saberes: la Arquitectura, la Pedagogía y el saber estatal. Menciona que la preocupación del Estado por lo escolar ha producido un saber específico, que él identifica con lo “legal”3[5].

Como consecuencia, abonando las sospechas de Serra (2018), es posible introducir matices respecto del rol de la Arquitectura y discutir la afirmación del arquitecto Antonio Fernández Alba -en Viñao Frago (1994)- que sostiene que “generalmente, un modelo arquitectónico configura una pedagogía”. Abonando a esta discusión, Escolano Benito (1993) propone que el espacio escolar está definido por una conjunción particular de normas arquitectónicas (discurso, con sistemas de valoraciones) y normas pedagógicas. Sin embargo, tal como ha demostrado Serra (2012, 2018) no hay una “pedagogía silenciosa” por parte de la arquitectura, ya que necesariamente debe haber un discurso pedagógico que dialogue (en acto) con la materia para dar lugar a una determinada espacialidad escolar4[6].

En ese sentido, Serra (2018) advierte el “desacople” entre las prescripciones arquitectónicas y pedagógicas por un lado y también entre éstas y la singular apropiación, recreación e intervención de lxs sujetxs en un espacio que es producido en ese movimiento. Como consecuencia, entendemos que estas preguntas deben formularse siempre en relación con corpus empíricos específicos, apuntando a cartografiar los circuitos de dinámicas que poseen siempre un carácter agonístico.

Escolano Benito (1993), postula que el espacio escolar es un “constructo cultural que expresa y refleja, más allá de su materialidad, determinados discursos” (Escolano Benito, 1993, p. 100). Quizás no hay un “más allá de su materialidad”. La hipótesis que subyace a este trabajo pretende señalar que cualquier aproximación al espacio escolar (aún entendido en un sentido amplio) implica mostrar la forma en la cual ciertos discursos se actualizan en prácticas específicas, y que ambas instancias son indisociables de la constitutiva materialidad de la escuela. Tal como afirman Simons y Masschelein (2014), “la forma concreta de la escuela” tiene una importancia vital en la formación de su identidad. Quisiéramos entonces sostener que la materialidad no es algo ontológicamente subordinado, que ingresa a la trama social únicamente a partir de la significación que se le asigna, sino que la experiencia de lo material tiene un lugar activo en los procesos de constitución del horizonte de inteligibilidad.

 

Sobre el espacio como dispositivo de convivencia

La educación en general y la convivencia escolar en particular se han tornado objeto de análisis e intervención desde discursos provenientes de diversos campos de saber. No solamente la Psicología, el Derecho —campos disciplinares más tradicionales— sino además narrativas que articulan la auto-ayuda, la educación emocional, el coaching y versiones occidentalizadas del feng-shui. Frente a estos abordajes —presentes tanto a nivel de las instituciones como de las políticas educativas— insistimos en considerar la convivencia como una cuestión pedagógica, comprometida con la producción de subjetividades y saberes. Esta lectura pretende recuperar las dimensiones de la política y lo político que permiten ponderar el papel de las relaciones de fuerzas como inherentes a la producción de cualquier forma de ordenamiento.

Como consecuencia, entendemos que desde este registro —que podemos calificar como político— reviste particular interés revisitar la noción de “conflicto”. Una noción muy extendida sobre el conflicto lo define como una cuestión relativa a los vínculos interpersonales y a rasgos de la personalidad. Desde esta perspectiva, los conflictos son ubicados en un “registro moral” (Mouffe, 2007) y su “resolución” se presenta a través de estrategias individuales o grupales como mediación, reflexión o acuerdos. Por el contrario, aquí entendemos el conflicto como una dimensión inherente a cualquier orden social y, por lo tanto, imposible de erradicar. Consecuentemente, nos interesa estudiar cómo se “tramitan” ciertos conflictos al interior de los procesos de producción de orden, dado que los mismos actualizan relaciones de poder en sus dimensiones clasistas, sexistas y racistas, entre otras. En ese sentido, un supuesto en esta indagación es que la convivencia escolar está comprometida en la configuración de dinámicas de inclusión-exclusión. En una definición sintética, podríamos decir que los dispositivos de convivencia remiten a los mecanismos que se configuran para tramitar aquello que definen como “conflicto”. A modo de hipótesis, sostendremos que los conflictos y su tramitación juega un papel fundamental en la reproducción de desigualdades vigentes, pero también en la producción de formas de inclusión y exclusión propiamente escolares, es decir, que no pueden comprenderse sólo por referencia a otros ámbitos (económico, político, etc.).

Desde ese punto de partida, nos interesa pensar la “convivencia” valiéndonos del concepto de “dispositivo” (da Silva; Machado y Roldan, 2017). Desde la perspectiva foucaultiana, esta noción remite a formaciones concretas, que integran relaciones singulares de poder (Deleuze, 2014). Consideramos que recuperar la noción de dispositivo para abordar la convivencia nos permite mapear los mecanismos que se ponen en juego al momento de domesticar la conflictividad, identificando las operaciones que están involucradas en la producción de un cierto orden —disponer, fijar, articular, clasificar, entre otras.

A partir de los desarrollos anteriores, sostendremos que comprender el espacio escolar como dispositivo de convivencia implica que el mismo está comprometido con la configuración del orden escolar. Éste supone, en nuestro análisis, dos dimensiones fundamentales: los modos de tramitación de los conflictos, y los procesos de definición y mantenimiento de las fronteras escolares. La dimensión del conflicto, entonces, resulta central para comprender las operaciones de asignación, apropiación, circulación y ocupación que se ponen en juego en la configuración de los espacios.

Tal como se afirmó anteriormente, deseamos sostener que la espacialidad no preexiste, que no es una superficie inanimada sobre la que se producen ciertas interacciones. Por el contrario, antes que “espacio” a secas, creemos más atinado referirnos a “espacialidad” o a “prácticas espaciales”5[7], como una estrategia para desesencializar; para mostrar que el espacio en su sentido más amplio es un concepto inacabado y en constante movimiento.

Respecto a las decisiones metodológicas, el trabajo de campo se concretó en tres etapas, durante el año 2018. Una primera etapa de indagación exploratoria con entrevistas a informantes clave del sistema educativo neuquino que permitieran mapear proyectos y propuestas escolares que pudieran ser considerados como dispositivos de convivencia. En una segunda etapa, la indagación se concentró en tres escuelas seleccionadas de modo intencional. Se realizaron entrevistas a los equipos directivos de cada una de las escuelas. Esto permitió terminar de delinear el dispositivo de convivencia escolar que sería en cada escuela el objeto central de la investigación. Los dispositivos sobre los cuales se trabajó no estaban construidos con anterioridad al trabajo de campo, sino que se configuraron en el mismo proceso. Una última etapa de este trabajo se concentró en la indagación específica de cada uno de los dispositivos de convivencia definidos en las etapas anteriores con instrumentos variados, de acuerdo a la especificidad de cada dispositivo.

Es importante destacar que la mirada de investigación no está centrada en la escuela —como unidad de análisis— sino en los dispositivos de convivencia que se producen en ella y la constituyen. El análisis que presentamos en este escrito se refiere a uno de los dispositivos de convivencia mapeados: el espacio-edificio escolar. Para su abordaje específico, se tomaron fotografías y se realizaron entrevistas (individuales y grupales) y observaciones.

El análisis que desplegamos en el siguiente apartado intenta mostrar dimensiones analíticas construidas a partir de este trabajo de campo. Importa mencionar el carácter puramente inductivo de estos hallazgos, ya que el “espacio escolar” como dispositivo a ser analizado no resultó de una definición —ni siquiera una sospecha— previa a la inmersión, sino como efecto del trabajo realizado. Concretamente, en una de las escuelas que formó parte de la muestra, el edificio —recientemente inaugurado—, su localización y la situación de “mudanza”, aparecieron desde las primeras entrevistas como un eje vertebrador en la caracterización de la institución, de su historia y sus conflictos.

 

Análisis

La mudanza: la dimensión del conflicto en la producción de la materialidad

La mudanza como proceso, pero también como un hito en la historia de la escuela, nos permitió analizar el espacio escolar en dos aspectos fundamentales. Por un lado, las disputas entre el discurso arquitectónico y el discurso pedagógico como discursos que se actualizan en la configuración del espacio escolar. Por otro lado, el compromiso del edificio-escuela y su ubicación con las dinámicas de inclusión-exclusión.

La escuela se creó hace diez años y hasta marzo de 2018 funcionó en aulas-taller en un predio ubicado en el centro de la ciudad. A partir de ese momento, se produjo la mudanza a un edificio nuevo cuyo tamaño, diversidad de espacios y localización difieren sustantivamente del anterior. Las definiciones que proporcionan lxs entrevistadxs evidencian el cambio que implicó la mudanza.

Asimismo, la deixis de la situación se presenta como un constante “antes y después” de la mudanza, lo cual da cuenta de la importancia de esta dimensión en la producción del espacio escolar (entendido aquí en un sentido amplio). El edificio asume un papel fundamental en la configuración de lo escolar por la referencia a un pasado cercano. Se caracteriza como una “mansión” (Asesora Pedagógica) y la mudanza como el pasaje “de una choza a un palacete” (Docente 2). Estas definiciones se construyen por contraste: con las aulas-trailer que constituyen su antecedente y respecto de las edificaciones que lo circundan, en el barrio de emplazamiento.

La mudanza pone en funcionamiento una cantidad de operaciones que podríamos pensar como propias de la construcción de la espacialidad (lo que algunxs autorxs señalan como la transformación del espacio en lugar). La ocupación, la asignación-apropiación, la circulación, dan cuenta de las tensiones, disputas y relaciones de fuerzas que producen experiencias específicas del espacio escolar, espacialidades. En este punto, se visibiliza con claridad la idea de que el espacio está “vivo” (Massey, 2005), y que no preexiste a las prácticas que lo producen.

Por otro lado, son innumerables las referencias al modo en que el nuevo edificio —específicamente sus dimensiones— modificaron las prácticas, las relaciones, la vida escolar: “para encontrarnos media hora había que entrar con GPS” (Docente 2); “acá para, [...] encontrar a alguien te pasás media hora” (Docente 1); “antes estaban más o menos juntos, no había forma de evitarse. Ahora hay [...] además por el pasillo largo los ves a las dos cuadras, los ves venir” (Docente 1); “en la otra escuela que no teníamos nada, eso lo teníamos. Nos juntábamos, tomábamos mates, estábamos compartiendo más tiempo, aunque sea esos 10 minutos. Y ahora, en el recreo, los profes se quedan abajo porque no tenemos un espacio abajo” (Vicedirectora).

Hay una cierta idea de fundación, de transformación, que es fundamental para comprender la dimensión del conflicto, las posiciones en pugna. Mostrando el carácter profundamente político de lo espacial, sobrevuela en esta idea de mudanza una especie de mito originario, de vuelta a un estado de naturaleza como antesala del contrato social. En palabras del Director, el cambio de edificio “fue como los primeros inmigrantes con la ocupación de las tierras.”. Y la asesora afirma que “se vieron las miserias humanas cuando nos cambiamos acá ¿no? [...] cambiarnos acá fue esto de a ver quién ocupaba los espacios más grandes”6[8].

Emerge entonces una tensión que recorre todas las entrevistas —en el abordaje de diversos temas— entre la asignación de los espacios realizada por prescripciones arquitectónicas y la utilización efectiva de los mismos.

 

Entonces ya muchos vieron los carteles y creyeron que esa era la asignación, y no. (E.:- ¿Cuándo llegaron?) ¡Cuando llegaron! Y... no… no sé, en lo personal yo dije “hay que sacar los carteles”. Está todo bien, va venir la gente, se va a inaugurar, se ve bonito, pero ya cada uno va a creer que ése es su lugar... Laboratorio, biblioteca, laboratorio. Este segundo piso es laboratorio, biblioteca y preceptoría estaba más o menos armado... Esa era más o menos la idea, después el resto no, asesoría no, la aulas, eee… Se tenían que definir. Claro, entró alguien, vio el cartel de su materia en una puerta, y ya quedó así… No se movió jamás, no se pudo… ni siquiera se lo pudo considerar. O sea, fue muy fuerte, yo lo vi y fue muy fuerte, o sea un cartel, menos mal que el cartel decía “Aula D” y no aula alguna otra acción porque seguramente iban a hacer esa acción, tírense por la escalera, “pium” se iban a tirar, que eso es lo que a mí me sorprende. Y no se pudo, no se pudo... (Docente 1).

Hasta aquí, podríamos pensar en la fuerza, que discutimos anteriormente, de las prescripciones arquitectónicas para definir la distribución espacial. Sin embargo, en los hechos, esa relación asignación-apropiación se fracturó respecto de otros espacios, evidenciando el carácter agonístico: 

Lo que sí se modificó, por ejemplo, hay algunas cuestiones que fueron, a mi modo de entender, viéndolo a lo largo del tiempo, fueron estratégicas. O sea, a la sala de profesores se la movió. [...] Estaba en un lugar ideal, era en el mismo piso de las aulas, al fondo. [...] pero como en el plano decía otra cosa, dijeron vamos a hacer lo que dice el plano, pero el plano también decían otras cosas y no les dieron ni bola, ¿entendés más o menos lo que te digo? O sea los lugares no eran fijos y los carteles… solamente se movieron ciertos lugares y no sé cuáles fueron ehh la justificación, tal vez… (Docente 1).

Esta modificación respecto de la distribución inicial aparece como “queja” en otras entrevistas, ya que la misma alteró efectivamente el uso de ese espacio específico. Es decir, la ubicación finalmente asignada a la sala de docentes limitó profundamente su uso: descanso entre clases, encuentro entre colegas. Por otro lado, resulta interesante también de qué modo se actualiza una disputa que es constitutiva de la educación secundaria de modalidad técnica: teoría vs. taller. Lxs docentes de “teoría” suelen ser quienes tienen peores condiciones laborales (trabajan con menos horas en cada escuela) a diferencia de lxs docentes de los talleres y el laboratorio que trabajan por “cargos”, es decir que su permanencia en la institución es superior y no deben moverse del espacio asignado (el taller, el laboratorio). Por esto, son lxs primerxs quienes más necesitan de un espacio como el de la sala de profesorxs que les permite transcurrir el tiempo entre clases:

Los profesores de teoría perdieron un lugar central en este colegio, que es el lugar donde todos se juntaban. En el otro colegio el lugar era horrible, está, no, no se podían juntar seis personas siquiera, en este lugar estaban todas las condiciones dadas para que sea, pero no sé cuál fue el justificativo.

Un caso singular es el del Docente 1, quien comenta que se encargó de los presupuestos de materiales y otras tareas vinculadas a la mudanza, ya que en el antiguo edificio no existía laboratorio y por lo tanto, llevaba adelante sus funciones específicas de forma muy limitada. Esto da cuenta de hasta qué punto, los espacios habilitan —o no— ciertas tareas. Se agrega a esto otro dato significativo, el intento de transformación del nuevo laboratorio en aula que no prosperó debido a la infraestructura propia de este espacio (conexiones de gas y agua). Como lo explica el docente: “Si no hubiese conexiones de gas, acá le ponían una pared y mandaban un aula. Dejando de lado también, o sea, primando cuestiones que no tenían que ver, era porque el profesor no quería compartir con el otro el espacio.” En este caso se visibilizan las disputas entre las prescripciones arquitectónicas y pedagógicas, por un lado, y las formas de apropiación del espacio, por el otro, en las que opera el sentido de “propiedad individual”. No son criterios arquitectónicos ni pedagógicos los que se ponen en juego: “en las aulas, había para cada profesor uno de estos escritorios y fue pedido para eso, esos escritorios eran para los docentes de aulas, un lugar donde se pudieran sentar, tuvieran espacio para poder tener las cosas eeeh… los saquearon, saquearon las aulas y se llevaron todos los escritorios. El mismo personal”. Podemos pensar también que opera la fuerza de las historias particulares: una escuela que no tenía lugar para el laboratorio parece poder prescindir del mismo o utilizar un espacio reducido que, en contraste con la ausencia, representaría un importante avance. Además, también aquí se actualiza la disputa a la que hacíamos referencia anteriormente entre los espacios curriculares según sean considerados “teóricos” o “prácticos” (asignaturas vs. talleres).  

Otro aspecto que se pone en juego en esta dimensión es la modificación en la población. Esta cuestión es central para comprender de qué modo el espacio está comprometido con las dinámicas de inclusión-exclusión.

 

¿Qué significa cuando empieza como anexo? [Refiriéndose al origen de la escuela] Que viene toda la resaca, todo lo peor de lo peor, repitentes y corridos de todas las escuelas... Entonces ahora que estás cambiando el perfil a otro perfil de estudiantes, yo no sé si es porque está alejado del centro, lejos de los micros o porque vienen chicos de otros estándares de vida (Docente 2).

 

El cambio en la localización, generado por la mudanza, funciona como un mecanismo de “selección natural” de la población escolar: la zona es menos accesible y eso hace que se reduzca la heterogeneidad. Es decir que el edificio y su emplazamiento toman parte activa en la tramitación de las diferencias. 

En este apartado mostramos resumidamente el modo en que la materialidad se produce a través de las prácticas efectivas y al mismo tiempo, el modo en que la misma está directamente implicada en la constitución de un orden escolar. La institución de un orden supone siempre un “olvido de los orígenes” es decir, “presupone una cierta represión o cierta domesticación del carácter constitutivo de lo político, que requiere un olvido de la fuerza contingente de lo político” (Southwell, 2012, p. 62). La mudanza pone al descubierto la historicidad de las opciones sedimentadas y por lo tanto, su carácter contingente. En este sentido la mudanza puede ser pensada como el momento de “reactivación” del orden escolar que implica “el redescubrimiento, a través de la emergencia de nuevos antagonismos, de la naturaleza contingente de la llamada ‘objetividad’” (Laclau, 1990, p. 35).

 

De circuitos y pasos fronterizos: la producción de espacios “seguros” 

La construcción de pasos, pasajes y circuitos es una dimensión que permite visibilizar, de modo más cabal, hasta qué punto el espacio puede ser pensado como “efecto de una intervención” (Serra, 2018, p. 41) o como un “producto en proceso” (Massey, 2008, p. 331). En el análisis que exponemos aquí, esta construcción aparece fuertemente atravesada por regulaciones respecto de la vestimenta que, si bien no puede considerarse un aspecto novedoso en el ordenamiento escolar7[9], asume otras formas y pone en juego otras matrices discursivas.

 

Entonces empezamos a principio de año, remera blanca y pantalón de jean para que se distingan y más que nada por una cuestión de seguridad porque nos están viniendo pibes de otros colegios que vos por ahí los ves todos vestidos así qué se yo. Yo la otra vez seguí a uno y me dijo profe soy de acá. Como que estaban todos de remera blanca y pantalón azul y él estaba distinto y el guardia antes en la otra escuela era más chiquitito él estaba paradito así en la puerta entonces veía quién entraba y quién salía (Asesora Pedagógica).

 

La vestimenta aparece aquí como una forma de producción del espacio en la que opera fuertemente el discurso sobre la seguridad. Esta articulación se evidencia también en la voz de las estudiantes, aunque emergen aquí las disputas:

 

Nosotras estamos en desacuerdo con el uniforme porque creemos que la diversidad en la vestimenta es algo lindo y que en realidad no vas a aplacar el bullying, o el mal trato de quién se viste mejor o quién tiene mejor marca por tener un uniforme. [...] Quieren hacerlo, por eso y por una cuestión de seguridad, de que han entrado chicos de otras escuelas y cosas así. Nosotras, como centro de estudiantes lo entendemos desde ese lugar, pero busquemos otra alternativa y no un uniforme. Entonces, propusimos un distintivo (Estudiante mujer Ciclo Superior).

 

Para las estudiantes, lo que está en el centro de la discusión es la homogeneización que implicaría el uso de uniforme. Incluso, se pone en tensión la relación lineal entre la regulación de la vestimenta y la posibilidad de erradicar algunos conflictos como el bullying. Sin embargo, se reafirma la necesidad de la operación de “distinción” que permitiría identificar a quienes no pertenecen a la escuela8[10].  En este punto, el discurso sobre “la seguridad” aparece gestionando los espacios. El edificio escolar debe ser producido como un adentro “seguro” y esto excede las prescripciones arquitectónicas y también las pedagógicas. Es en este punto que podemos pensar el espacio más como efecto que como expresión de ciertos discursos, como el de la seguridad. Sin embargo, de acuerdo a las apreciaciones teóricas que hacíamos anteriormente, no entendemos que el espacio es un efecto derivado del discurso securitista. Por el contrario, lo que queremos sostener aquí es que el espacio escolar se erige como “espacio seguro” por la reiteración de este tipo de prácticas espaciales que terminan dándole forma. 

En la misma línea, el control de la entrada, la salida y la circulación al interior del edificio se presentan como problemas ligados directamente con el tamaño del edificio. Refiriéndose a una actividad que se realizó para el día del estudiante a la que asistieron otros colegios, un docente afirma: “Yo estuve en la puerta, no hice de patovica, ¡pero claro! alguien tenía que estar en la puerta porque… había muchísima gente, entonces en un momento, en un momento ya empezar a discernir entre quién es, quién no es.”

Emergen también los “rincones” y “recovecos” que se definen como espacios no alcanzados por la vigilancia adulta, que parecen interrumpir las operaciones de “espacialización” como organización minuciosa de movimientos y gestos (Escolano Benito, 1993): “cuesta más perseguirlos, se te meten en algún rincón por ahí para fumar, no sabes qué… qué hay detrás, si están vinculados con alguien de afuera, cuesta más. Está muy abierto esto, es muy extenso” (Docente 2).

Por esto mismo, la regulación de la vestimenta y las operaciones de identificación y distinción que supone, se erige como forma de control de los “pasos fronterizos” y de anulación de los espacios prohibidos. Al mismo tiempo que el “adentro” puede volverse seguro -al evitar que entren quienes no pertenecen- se pretende inhabilitar los espacios del interior que, a priori, son considerados inseguros.

 

Entraba gente fuera de la escuela, suponete, el novio de alguna chica o demás y pasaba esto de que se iban a fumar a sectores de la escuela, o, hace poco también (Estudiante varón Ciclo Básico).

 

E3: Por ahí no les gusta que vayamos a los que es atrás del gimnasio. [...] Y como es muy grande el espacio y no hay tanta gente para cuidarnos, es como que, en los recreos, no.

[...]

E4: En ese lugar tenés un paredón, y en la pared hay un hueco grande que puede entrar cualquiera, entonces ahí siempre te dicen que no vayas.

E3: Es para evitar que fumen acá adentro o que pasen afuera (Estudiantes mujeres Ciclo Superior).

 

En este punto creemos que la noción de “prácticas espaciales” puede resultar útil, en la medida en que señala prácticas que son producidas por el espacio y que producen al mismo tiempo cierta espacialidad. Por ejemplo, para pensar el modo en que se define el carácter “inseguro” de un determinado lugar en función de acciones específicas, tales como fumar, conectarse con gente ajena a la escuela, etc.

En este sentido, puede recuperarse la apreciación formulada acerca de los límites de ciertos saberes para prescribir y dar forma definitiva a la espacialidad. En particular, se evidencian los límites de la Arquitectura. Tal como afirma Foucault (2001), dentro de los edificios, existen una gran cantidad de espacios que esta disciplina deja “libres” y que son codificados por otras dinámicas.

 

 

 

 

El “prestigio” en la producción de las fronteras escolares

Un dispositivo fundamental que opera en la producción de las fronteras escolares es el “prestigio” (Roldán, 2015)9[11]. Por supuesto, no nos interesa su abordaje como un dato objetivo que pudiera ser corroborado triangulando diversas voces o datos que dieran cuenta —o no— de su existencia. Por el contrario, su relevancia radica en el modo en que la construcción de un relato sobre la posición institucional opera efectivamente hacia afuera (construyendo una posición respecto de la comunidad de la zona y las otras escuelas) y hacia adentro (como un mecanismo de regulación de los individuos). Sostenemos que el edificio escolar opera en la producción del “prestigio”, la distinción con el “afuera” y, por consiguiente, está implicado en la configuración de las dinámicas de inclusión-exclusión.

Por ejemplo, la fuerte demanda para ingresar a la institución analizada se vincula, entre otras cosas, a que el edificio “es muy atractivo”. Entre las razones que adjudican a la elección de la escuela, un docente expresa: “y esta nueva, vamos a decir, esta nueva generación porque, por el edificio, es increíble el impacto que ha tenido el edificio sobre la sociedad” (Docente 2). En relación con eso, tal como señala Viñao (1994), la ubicación es una variable decisiva para pensar el impacto del edificio. Este se destaca por su fachada y dimensiones, tanto respecto de las instituciones públicas como de las edificaciones residenciales de la zona. Aquí se evidencia el papel de la arquitectura escolar en la “simbolización que desempeña en la vida social” (Escolano, 1993, p. 104). En el caso que analizamos, la “fuerza semántica” que asume el edificio-escuela se funda en el contraste que produce respecto de las formas arquitectónicas circundantes, más que -como sostiene Escolano (1993)- en los signos y símbolos que exhibe el mismo.

La mirada está puesta aquí en la forma que asume “el edificio” en la producción del “prestigio” escolar, es decir en la construcción de una valoración positiva de la escuela y, con ello, una posición específica de la misma en relación a otras escuelas. Consecuentemente, “el edificio” asume un rol activo en la producción del “prestigio” escolar, es decir en la construcción de una valoración positiva de la escuela y con ello, una posición específica de la misma en relación a otras escuelas. En un trabajo anterior (Roldán, 2015), se analizó la construcción del “prestigio” sobre una cadena que articula “exigencia” – “nivel académico” – “disciplina” – “orden” – “valores”. El edificio y su emplazamiento aparecen como una novedad en esa cadena significante. 

Ahora bien ¿por qué pensar una vinculación entre el prestigio, las fronteras escolares y la convivencia? A modo de hipótesis, afirmaremos que la matriz discursiva en la que se teje el prestigio -una de cuyas hebras está constituida por el edificio y su localización- operan produciendo efectos en distintas direcciones:

Como regulación hacia adentro: el aumento de la demanda por el ingreso hace que permanecer se torne un privilegio, lo cual contribuye a dirimir el cuestionamiento hacia el orden escolar. 

Como regulación hacia afuera: la dificultad para ingresar a una escuela tan demandada regula el vínculo con las familias, contribuyendo a sostener la legitimidad de las decisiones institucionales y, con esto, a morigerar el conflicto.

Estas ideas pretenden acercar una primera comprensión respecto del modo en que el espacio escolar funciona dando forma a una noción de prestigio que incide en la producción de las fronteras escolares y, por lo tanto, en la configuración del orden escolar.

La relevancia del análisis en torno a la producción del “prestigio” radica en visibilizar las operaciones de selectividad que se ponen en juego en la tramitación de las diferencias que tensionan la matriz elitista de la escuela secundaria. A través de estas operaciones —que en otros escritos denominamos “aduanas” y “visas escolares” (Roldán, 2015) — se custodian las “fronteras” y el “adentro” escolar. Es fundamental caracterizar las formas que adoptaron a partir de la instauración de la obligatoriedad10[12] que volvió ilegales los tradicionales mecanismos de expulsión.

 

Conclusiones

Este artículo partió de una hipótesis que señala que cualquier aproximación al espacio escolar implica mostrar cómo ciertas matrices discursivas se actualizan en prácticas espaciales específicas, y que esas prácticas estaban necesariamente ligadas a aspectos materiales. Como consecuencia, quisimos proponer un abordaje del rol desempeñado por el edificio escolar y su emplazamiento, inscribiéndolo en la trama de relaciones que componen aquello definido como “convivencia escolar”.

Se desplegaron tres dimensiones de análisis: La emergencia de “la mudanza” como significante de ciertos conflictos, la producción de espacios “seguros” analizando las prácticas espaciales que delinean circuitos y lugares singulares del edificio escolar; y la producción del “prestigio” ligado al nuevo edificio, como productor de fronteras escolares.

Al respecto, nos interesa destacar muy brevemente algunas continuidades que se evidencian en esta primera lectura y que consideramos pueden ser puestas en relación con análisis anteriores y también germinar agendas de investigación futuras.

En primer término, nos parece fundamental el abordaje de la dimensión material del espacio como un aspecto implicado en la convivencia. Esto significa otorgarle un rol activo en la configuración del orden escolar: la tramitación de los conflictos, la producción de formas de subjetivación, y las dinámicas de inclusión y exclusión, entre otras dimensiones. En segundo lugar y en vínculo con la idea anterior, sostenemos la necesidad de llevar a cabo estrategias de análisis que tensionen la idea de que existen relaciones lineales entre distintos tipos de prescripciones y los usos del espacio. Antes bien, entendemos que las prácticas espaciales no pueden ser comprendidas como producto de la determinación de ciertas prescripciones. Consecuentemente, nos parece fundamental, por un lado, abordar las relaciones que se tejen entre los campos de la Arquitectura y la Pedagogía —entre otros discursos— en términos de complementariedad, yuxtaposición y disputa. Y por otro lado, estudiar en qué medida y bajo qué modalidades se actualizan dichas matrices discursivas en prácticas espaciales concretas.

Por último, quisiéramos sostener que asistimos a la reconfiguración de las “fronteras escolares” y no a su dilución. Antes bien, aquí interviene lo que Bachelard llama —citado en Viñao (1994, p. 20)— “la dialéctica de lo interno y externo”. Es decir, la disputa por definir en cada caso lo que es escuela y lo que queda por fuera. En ese sentido, a diferencia de la forma de encierro moderno, que parecía presentar una imagen más homogénea de lo escolar, en las condiciones contemporáneas podemos pensar que la distinción o diferencia que esas fronteras producen no es únicamente respecto de “lo que no es escuela” (Antelo, 2007), sino también respecto otras formas de ser escuela (Roldán, 2015). En este contexto, aunque las paredes (los pasillos, los recovecos, los baños, las puertas, las ventanas, etc.) no funcionen como dispositivos “de secuestro”, siguen operando activamente y produciendo escenarios diversos, efectos específicos que definitivamente vale la pena indagar.

 

Referencias Bibliográficas

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[1] El presente texto fue realizado en el marco de dos proyectos de investigación en curso:

-    Proyecto de Unidad Ejecutora “La (re) producción de las desigualdades en la Patagonia Norte. Un abordaje multidimensional” (2019-2024), financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas.

-    Proyecto C124: “Dispositivos de convivencia en escuelas secundarias neuquinas. Una mirada sobre modos de tramitación de los conflictos, producción de subjetividades y saberes en la configuración de dinámicas de inclusión-exclusión.” (2017-2020). Facultad de Ciencias de la Educación, Universidad Nacional del Comahue.

[2]  Doctora en Ciencias Sociales (FLACSO Argentina). Magíster en Ciencias Sociales con orientación en educación (FLACSO Argentina). Profesora en Ciencias de la Educación (FACE-UNCo). Profesora Adjunta Regular en el Área de Pedagogía en la Facultad de Ciencias de la Educación (UNComahue) e investigadora de la misma facultad desde el año 2004 (Categoría de Investigación: III). Investigadora del Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales (IPEHCS-CONICET).

[3] Doctoranda (FSOC-UBA). Becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). Especialista en Cultura Letrada en Argentina (UNCo) Licenciada en Ciencia Política (UBA). Docente de la Universidad Nacional del Comahue. Integrante becaria del Instituto Patagónico de Estudios en Humanidades y Ciencias Sociales (IPEHCS - CONICET - UNCo). Participa en redes como el International Consortium of Critical Theory, la International Standing Conference for the History of Education (ISCHE) y la Sociedad Argentina de Historia de la Educación (SAHE).

2[4] Nos referimos aquí al modo en que el edificio funciona, en articulación con otros mecanismos, en la tramitación de los conflictos y a las operaciones que se ponen en funcionamiento para configurar y mantener el orden escolar. Ampliamos este abordaje en el apartado “Sobre el espacio como dispositivo de convivencia”. 

3[5] Si bien la mayoría de las prescripciones estatales están formalizadas en la amplitud de lo que constituye lo legal (incluyendo leyes, normativa de construcciones, normativa institucional), entendemos aquí que es un poco más amplio el espectro; y que debe ser considerada una gran red de actuación administrativa de la que no necesariamente poseemos información sistematizada, o escrita.

4[6] Como ejemplo, Serra (2018) se refiere a las experiencias de la Escuela Nueva en Argentina, o de las hermanas Cossettini, en las que no hubo cambios en el edificio.

5[7] En la tesis doctoral de Alejandra Castro (2015), en el marco de una presentación exhaustiva de distintos abordajes sobre el “espacio escolar”, puede encontrarse este concepto que se recupera en su vinculación con la noción de “habitar” (de Lefebvre). Esta última, que reviste especial interés para nuestro abordaje, remite a la apropiación del espacio, no en el sentido de propiedad, sino en el sentido de “…hacer su obra, modelarla, formarla, poner el sello propio” (Castro, 2015, p. 34).  

6[8] Las formas que asumen estas definiciones pueden pensarse como un modo de “organizar la diferencia espacial en una secuencia temporal” (Massey, 2008, p. 332). Según la autora, esta es una operación que nos previene de lidiar con las diferencias en el presente y las ubica, por el contrario, en un orden secuencial que ubica a unas personas e ideas como “primitivas”, “pasadas de moda” y a otras como “avanzadas”, “civilizadas”.

7[9]Pueden encontrarse análisis sobre la vestimenta escolar en Dussel (2003, 2005) y Litichever et. al. (2008), entre otros trabajos.

8[10] En un trabajo anterior Roldán (2011) sostiene que la regulación de la vestimenta opera en la construcción de las fronteras escolares, ofreciendo una trama para la construcción de nuevas formas de comunidad en el marco de lo que Grinberg (2008) denominó las “sociedades del gerenciamiento”.

9[11] En un trabajo anterior (Roldán, 2015) se aborda el modo en que esta delimitación (adentro-afuera) configura las “fronteras escolares” que producen las distinciones escolar-no escolar; público-privado y, en definitiva, operan en la delimitación misma de lo pedagógico.

[12] 10En este sentido, es posible sostener que la masificación del nivel secundario -y más específicamente, la obligatoriedad- produce en el orden escolar una dislocación (Roldán, 2015). Nos referimos al momento de ruptura de una estructura que obliga a una rearticulación de los elementos en juego (Laclau, 1990). Entendemos que, en esta rearticulación, los dispositivos de convivencia juegan un papel fundamental.