PRESENTACIÓN
Myriam Southwell
CONICET - Universidad Nacional
de La Plata, Buenos Aires
islaesmeralda@gmail.com
Bienvenidxs a una Revista que presenta un
conjunto de experiencias y reflexiones que problematizan las características
actuales de la educación escolar.
En nuestras formas más frecuentes de
referirnos a la escuela surge, por un lado, la idea de que encontramos todo
alterado, de que algunas prácticas que nos eran muy comunes están ahora
bastante cambiadas y que, inclusive, surgen situaciones que hacen llenarnos de
asombro y hacen que sintamos poco eficaces algunas herramientas conocidas. Por
otro lado, y de modo contrastante con la perspectiva anterior, también solemos
describir muchas características de la escuela como viejas, decimos de ella que
es una institución difícil de mover y modificar, hablamos de que va demorada en
relación con los cambios que se producen en la sociedad y nos acostumbramos a
pensar que en ella es “natural” que algo no cambie. Estas dos perspectivas
puestas juntas pueden dar la idea de contradicción; este número de la Revista
permite analizar aquí que ambas formas de mirar esa clásica institución tienen
asidero y que el hecho de que coexistan y se conjuguen paradojalmente, forma
parte de la lógica propia de la escuela.
En los últimos años fuimos analizando,
alertando, describiendo, cómo el cambio en diversas lógicas del funcionamiento
social iría cambiando la vida dentro de las escuelas. Sin lugar a dudas, muchos
de esos cambios se han ido poniendo de manifiesto, sobre todo aquellos que nos
han interpelado como ciudadanas y ciudadanos y con esas nuevas tensiones,
entramos, y asistimos a la escuela. Sin embargo, también se está
problematizando aquí – a partir de mucho andar en las escuelas y mucho dialogar
con distintos actores – cuando esos cambios impactaron en la vieja forma
escolar. Algunos aspectos sí, claramente se han visto modificados, por ejemplo las formas de construir autoridad, el reconocimiento
de derechos, la relación entre las instituciones y con sus órganos de
regulación y gobierno. Otros aspectos no cambiaron tanto; contrariamente
parecen permanecer de modo análogo a como lo conocieron las generaciones
anteriores. También – cabe aclarar – que el hecho de que haya aspectos que
resultaron modificados o que existan permanencias en el funcionamiento, no
quiere decir -por sí solos y en ninguno de los dos casos- que funcione bien.
Pero también se analiza
en estas páginas la tensión entre la consolidación histórica y los desafíos
actuales del dispositivo escuela. Cierta tendencia conservadora de la escuela
ha sido analizada hace dos o tres décadas por algunos autores como Dominique
Juliá, Antonio Viñao Frago, Larry Cuban y David Tyack desarrollaron los
conceptos de “cultura escolar” y “gramática escolar” para mostrar la
característica de permanencia y consolidación de prácticas consolidadas en el
tiempo. A partir de esos conceptos, los autores advierten sobre "el
carácter a-histórico" o la ausencia de una mirada retrospectiva que revise
ese formato largamente consolidado, por parte de debates concernientes a las
políticas educativas que intentaron plasmar dichas reformas. Esa ausencia de
una mirada retrospectiva, dicen los autores, es el que explica uno de los
rasgos de las distintas reformas analizadas: su superficialidad. Esa
superficialidad hace que sólo rocen, que se queden en la epidermis del núcleo
básico de la acción educativa y desconozcan lo que ellos llaman "la gramática
de la escuela”. Sobre esta gramática este número de la Revista
presenta muchos ejemplos. La gramática de la escuela refiere al conjunto de
tradiciones y regularidades institucionales sedimentadas a lo largo del tiempo,
transmitidas de generación en generación por maestros y profesores; de modos de
hacer y de pensar aprendidos a través de la experiencia docente; de reglas del
juego y supuestos compartidos que no se ponen en entredicho y que posibilitan
llevar a cabo la enseñanza, adaptar la sucesión de reformas planteadas desde el
poder político y administrativo a las exigencias que se derivan de dicha
"gramática", y transformarlas. Las características de la gramática
escolar incluyen el hecho de tener una gran permanencia y perdurabilidad.
Hablar de gramática en
esta dirección puede producir un cierto escepticismo sobre las posibilidades de
los cambios educativos y sobre el poder de maestras, maestros y profesores para
modificar la práctica escolar. Sin embargo, la intención que conlleva este
concepto no es esa sino la contraria. Con él se propone brindar un marco
explicativo y de análisis para entender cómo se aplican y adaptan los cambios;
cómo y por qué determinadas propuestas son introducidas más o menos rápidamente
a la vida escolar; cómo otras son rechazadas, modificadas, reformuladas o
distorsionadas a partir de esos modos de hacer y pensar sedimentados a lo largo
del tiempo; cómo puede generarse el cambio escolar y cómo este último, en
definitiva, es una combinación de continuidades y rupturas.
Estas
características se ponen en juego en muchas de las preocupaciones cotidianas
que hacen que se vislumbren como muy difícil, los intentos de cambio. Esto
surge, tanto para los intentos estructurales de cambio –nuevas políticas,
reorganización del curriculum, modificaciones en el ciclado, etc.- como también en los cambios más en pequeña
escala que se piensan dentro de cada escuela. Tal como se trata en numerosas
partes de este trabajo, con frecuencia, la educación se ha visto obligada a
lidiar con propósitos contradictorios como: socializar en la obediencia o en el
pensamiento crítico, enseñar conocimiento académico o destrezas prácticas, cooperación
o competitividad, destrezas básicas o creatividad y pensamiento de alto nivel,
centrarse en la base académica o permitir elección de contenidos (Tyack y
Cuban, 1995). Pero la lucha entre propósitos opuestos ha sido desigual. Casi
siempre, ciertas opciones se han visto facilitadas por el contexto social e institucional
de la tradición, y otras, por el contrario, han tenido que oponerse a un silenciamiento
sistemático.
Seríamos injustos si no reconociéramos
que la escuela ha cambiado, como lo señalan los análisis incluidos en esta Revista.
Deberíamos reconocer muchos cambios que la escuela, los sistemas de gobierno
escolar y las políticas públicas se animaron a llevar adelante. Si recordáramos
que nuestros padres o abuelos fueron a una escuela donde el abanderado debía
ser varón y las escoltas mujeres, si recordamos los relatos familiares de
castigos corporales sufridos, si tenemos presente que durante mucho tiempo se
enseñó una historia que no incluía a los pueblos originarios, que se desplegó
una concepción del conocimiento que no reconocía lugar para la revisión
crítica, etc. Pero, debido al reconocimiento de lo fructífero que han resultado
esos y otros cambios operados en la escuela, este trabajo de los colegas nos
invita a volver a poner la lente en sus rasgos centrales y que esa misma lente,
grande y aguda, nos habilite las condiciones para mirarla en nuestro hoy en los
cambios que ella requiere y que puede hacer (Rodríguez Romero, 2000).
Uno que se ha
hecho evidente en los últimos años y es la incorporación en la escuela, de nuevas
figuras o el refuerzo de algunas existentes (asesores, gabinetes, tutores) y
redes de apoyo externas -que incluyen juzgados, organizaciones de protección de
niñas, niños y adolescentes o centros de salud- que complementan, contribuyen y
a veces tensionan la acción de la escuela. En esa formación de sociabilidad
están siempre prestas a resurgir las clásicas perspectivas normalizadoras y
moralizadoras que forman parte de la escolaridad desde su mismo origen. Hay una
segunda dimensión que parece estar aún mucho más en ciernes y se refiere a que
en procura de construir diálogos fecundos con la cultura contemporánea,
deberían también incorporarse las modificaciones en la sensibilidad o las
nuevas formas de sociabilidad que ha producido también la experiencia
contemporánea; esto remite, por ejemplo, a una relación de respeto a las
identidades de género, a la diversidad de construcciones familiares y
parentales, de las estéticas, en vínculos de mayor cuidado y reciprocidad, etc.
Creo que en esto hay una
clave. Mirar las posiciones que desplegamos los adultos, cómo nos paramos –aun
tensionados en posiciones dilemáticas y provisorias – y cómo estas habilitan determinadas
posiciones de los y las estudiantes, permitirá seguir ahondando en la necesaria
–aunque más no sea intermitente – democratización de la escuela.
Pedagogias y cuidado: reciprocidad y
reconocimiento
La educación desde su
origen mismo ha supuesto establecer ciertas condiciones previas de protección,
algunas formas de amparo para albergar un proceso educativo y desde allí – desde
el propio origen – el ejercicio de enseñanza fue fortaleciéndose con relación a
una posición ética implícita en el acto de educar. Sin embargo, el vínculo de
la educación con la protección y el cuidado no ha dejado de ser objetado en la
medida en que se ha pensado que el avance hacia al cuidado puede generar un
“ablandamiento” en el trabajo y la exigencia que supone formarse. Hay en estos artículos
un razonamiento distinto, tendiente a resaltar que en las sociedades de nuestro
tiempo, en las que hemos aprendido – de mano del abundante conocimiento social
– que vivir como un ser social pleno que
se relaciona en comunidad
supone un camino de creciente reconocimiento de derechos. En ese
marco, la escuela va desarrollando más saberes para formar con carácter más
humano, más comprensivo y más implicado con las vivencias del otro.
Esa misma preocupación
podría situarse en los modos de valorar maneras expresivas, aplicaciones de
conocimientos y formas de posicionarse frente a la norma que despliegan
nuestros alumnos. Frecuentemente miramos esos comportamientos comparándolos con
el recuerdo que tenemos de nuestras propias vivencias infantiles y juveniles,
lo que implícitamente nos posiciona en el lugar del ejemplo. Esa comparación y
la descalificación que muchas veces lleva asociada, olvida que la
diferenciación generacional –y también la filiación- implica un distanciamiento
a través de la alteración de lo dado y la recreación del legado. Así ha sido en
todo tiempo y lugar y a ello se debe que la cultura y las sociedades tengan una
vida plena. Lo que puede haber sido considerado vanguardista en nuestra propia
experiencia vital es subvalorado como facilista o superficial en manos de
otros.
La
irrupción o aparición extendida de cada nuevo dispositivo tecnológico trajo
consigo una promesa implícita y –en simultáneo- diversos miedos (Gitelman,
2008). No puede dejar de decirse que durante mucho tiempo partimos de la noción
de que la brecha digital era un fuertísimo impedimento para generar
experiencias de aprendizaje e interacción cultural igualadoras. Ahora, la
expansión de computadoras y dispositivos a través de políticas públicas o por
la influencia industrial, genera mejores condiciones para aspirar a una
educación más igualadora. A su vez, y
por esas dos potencialidades simultáneas, la relación frente a ello se
“instrumentaliza”, se generan vínculos desde el afuera, se define para que
pueden “servir” y se piensa en la escuela siempre como
espacio privilegiado para “incorporarlos”. Esto produjo que el vínculo entre la cultura
escolar y las tecnologías del siglo XX se constituyera como “una relación de
extrañeza y ajenidad” (Cuban, 2001).
En definitiva, se pone
allí en juego una variante de la clásica disputa por aquellos saberes, innovaciones,
prácticas y dispositivos que constituyen a la escuela. No será cuestión de que
dramaticemos y supongamos que estamos dirimiendo el fin o el comienzo de una
era, la pérdida o la fundación de algo inédito, sino entender que estamos
inscriptos en una historia de muy largo plazo donde las distintas concepciones
pedagógicas –desde Comenio, pasando por Decroly hasta Paulo Freire- han
producido, recreado y disputado su propio repertorio de saberes, validaciones,
dispositivos y prácticas.
Nos interesa destacar
por qué la implicación en la protección y el cuidado se vinculan con un
posicionamiento ético, que, como veremos adquiere profundos sentidos
pedagógicos. Como afirma Arendt,
Como el niño no está
familiarizado aún con el mundo, hay que introducirlo gradualmente en él; (...)
los educadores representan para el joven un mundo cuya responsabilidad asumen,
aunque ellos no son los que lo hicieron y aunque, abierta o encubiertamente,
preferirían que ese mundo fuera distinto. En la educación, esta responsabilidad
con respecto al mundo adopta la forma de autoridad. (...) La calificación del
profesor consiste en conocer el mundo y ser capaz de darlo a conocer a los
demás, pero su autoridad descansa en el hecho de que asume la responsabilidad
con respecto a ese mundo. Ante el niño, el maestro es una especie de representante
de todos los adultos... (Arendt, 1996, p. 201).
Pero a la vez, como
decía Maria Montessori, el hombre degeneraría sin este niño que lo ayuda a
elevarse, el hombre ayuda al niño a elevarse porque el hombre educa y eleva al
niño. La existencia misma de chicas,
chicos y jóvenes educándose nos impone imaginar un mundo para ellos e imaginar
que ellos podrán imaginar el mundo. El cuidado puede ser una forma en que los
adultos nos hacemos cargo de lo complejo, insuficiente e incompleto del mundo y
que no es como lo quisiéramos, para generar un marco de amparo y así poder
formarse. He ahí uno de los sentidos más profundos y único del trabajo
pedagógico, donde nuestra mirada y presencia son irremplazables.
¿Cuáles son los lugares
de cuidado del otro que nuestras formas pedagógicas suponen? Hay múltiples
referencias entre estas páginas. ¿Qué efectos pedagógicos tiene poner en un
lugar central una perspectiva del cuidado? Por supuesto estas preguntas abren
múltiples caminos y los distintos artículos que aquí se presentan, nos hablan
de esxperiencias y tensiones.
La consideración del
cuidado está tensionado entre una perspectiva que se
apoya en el derecho y las capacidades de los individuos o bien aquella que pone
a los otros en una posición de desventaja fija, a quien no le asigna autonomía,
capacidad de decisión y -muchas veces- tampoco dignidad. En ese sentido, puede
haber formas de protección caritativa que disminuyen al otro respecto a la
consideración de sus capacidades y su voluntad. Así como tampoco resulta
formativa la intención de no transmitir algo traumático, lo no deseado, lo que
duele decir. Hay que poder comunicar lo traumático de manera acorde y
cuidadosa, porque de lo contrario, el pesar no transmitido obtura y nos deja
más ligados a lo no “metabolizado” en lugar de poder avanzar hacia el futuro
habiendo podido asimilar los hechos pasados.
Hay
en este trabajo una afirmación fundamental, desplegada a lo largo de sus artículos.
La escuela no
puede soslayar que hay derechos, ni limitar su difusión sólo a un puñado de
ellos, aún cuando no haya fórmulas conocidas para volverlos prácticas
cotidianas. Nadie puede tener dentro de la escuela menos derechos de los que
tiene afuera como ciudadano/a. A la vez, hay un trabajo cotidiano que la
escuela está en inmejorables condiciones de hacer y se expresa mejor cuando no
está en forma de un articulado, sino en diálogos en un pasillo, o de pupitre a
pupitre, en la puerta de entrada y es tener en cuenta al otro, que el o la
otro/a -ese semejante y distinto a la vez- no se vuelva invisible. Formarnos
humanamente, para vivir en reciprocidad puede hacernos experimentar nuestra
fragilidad e incompletud pero también nuestra
fortaleza
Y el cuidado en nuestro trabajo toma
forma de enseñanza. Que al final de un proceso, dos (simbólicamente dos aunque siempre son muchos más) sepan lo que en un
principio sabía sólo uno. Y por eso en nuestra tarea nunca terminamos de crear
situaciones y dispositivos para que un individuo pueda decidir aprender; no
podemos afirmar que ellos no pueden, podemos seguir buscando maneras para
confirmar una y otra vez que cualquier ser puede aprender y crecer.
Pero a la vez, la enseñanza tiene que
enseñar a hacer algo propio con eso que se ha aprendido; tenemos la tarea de
tender grandes, numerosos y significativos puentes con la cultura, pero además
lo que aprenden y cómo lo aprenden tiene que llevar la posibilidad implícita de
hacer con ello algo propio; un conocimiento que pueda permitirle a todas y
todos interrogarse y emanciparse. En este sentido, trabajo escolar puede
permitir al alumno implicarse y, al mismo tiempo, desprenderse, separarse,
hacer algo nuevo. A ese encuentro, a esa mediación, vamos equipados con
problemas clásicos y con otros nuevos, y con algunas herramientas útiles y
otras que habrá que revisar. Se hará necesario recurrir a nuevas preguntas,
revisar nuestros saberes, para incluir nuevas miradas que permitan hacerles lugar a la novedad de situaciones, la pluralidad de
infancias, adolescencias y juventudes, y para acompañar situaciones inéditas.
Esto, sin lugar a dudas, es una tarea compleja que requiere formación y
reflexión sobre la experiencia, que demanda políticas educativas que
fortalezcan las condiciones para ejercer el trabajo, y también la asunción de
una posición que recupere la responsabilidad y la importancia que tenemos los
educadores. A ello viene a contribuir este número de la Revista.
Referencias bibliográficas
Arendt, H. (1996/1956). Entre
el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.
Barcelona: Península.
Cuban, L. (2001). Oversold and underused. Computers in the
classroom. Cambridge: Hardvard University pess.
Giltelman,
L. (2008) Always already new. Media, history and the data of culture. Cambridge:
MIT Press.
Rodríguez
Romero, M. M. (2000). “Las representaciones
del cambio educativo”. En: Revista
Electrónica de Investigación Educativa, Volumen 2, Nº 2. Consultado el
27/4/2020 en: http://redie.uabc.mx/contenido/vol2no2/contenido-romero.pdf
Tyack,
D. y Cuban, L. (1995). Tinkering toward utopia. Cambridge, Ma: Harvard University Press.